Imparable deriva
Andréi Ilariónov, el principal asesor económico de Vladímir Putin desde hace más de cinco años, ha anunciado su dimisión y denunciado una deriva dictatorial en Rusia. "El país ha dejado de ser libre políticamente", ha sentenciado quien ha sido mano derecha del presidente. Sería de esperar que una renuncia semejante, que supone una conmoción política interna, activase las alertas en Occidente ante un autoritarismo cada vez más descarnado; y que los países democráticos han observado con excesiva condescendencia, especialmente en lo que a Chechenia se refiere y a la liquidación de la pluralidad y libertad de expresión en Rusia.
La dimisión de Ilariónov, que en el último año había perdido gran parte de su poder, llega un día después de que este periódico informara sobre las condiciones extremas impuestas en un remoto campo de trabajo siberiano al ex magnate Mijaíl Jodorkovski, una situación que, en el siglo XXI, rememora excesivamente las duras páginas de Archipiélago Gulag, la soberbia narración de Solzhenitsin sobre los campos de concentración estalinista. Vladímir Putin es un modelo de contradicción entre palabras y hechos. Durante sus casi seis años en el Kremlin, el presidente ruso ha predicado democracia mientras acaparaba poder político y económico, los medios informativos críticos eran conducidos a la extinción, y el Parlamento y los gobernadores regionales, domesticados hasta extremos incompatibles con un sistema digno de aquel nombre. Esta misma semana, la Cámara alta ha aprobado definitivamente una ley que asfixia a las organizaciones no gubernamentales, uno de los pocos ámbitos de actuación fuera del control gubernamental.
Resulta incongruente que el responsable directo de esta involución vaya a asumir a principios de año la presidencia del G-8, el grupo de las democracias más ricas al que Rusia fue integrada precisamente como un incentivo democratizador. En concreto, las conocidas condiciones del prisionero Jodorkovski -el más notorio, pero no el único- a cinco horas de vuelo más quince de ferrocarril desde Moscú, su lugar de residencia y el de sus abogados, deberían ser un clarinazo de atención para los líderes democráticos que mantienen con Putin los lazos cordiales que convienen a Rusia y Occidente. En el caso concreto de Europa, y pese al gas y el petróleo de Moscú, parece claro que no se pueden hacer compatibles unas relaciones de confianza con la amenazadora reconstrucción del Gulag en su frontera oriental.
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