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Con censura eclesiástica

Ahora que en España la Iglesia, por boca y actos de los obispos que la gobiernan, reclama para sus intereses libertad porque se siente perseguida, parece oportuno hablar de un asunto que ilustra adecuadamente aquella imagen evangélica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. En estos días ha aparecido en librerías una nueva edición de la novela Villette, de Charlotte Brontë (Alba Editorial, 2005). Digo nueva porque existía una anterior, cuya primera edición data de 1996 y la última reimpresión de 2002, publicada por la Editorial Rialp, de inequívoca adscripción religiosa. Es una traducción firmada por Miguel Martín y se trata de una edición vigente y actual según el copyright que figura en las páginas de respeto.

Villette se publicó por vez primera en 1853; Charlotte tenía entonces 36 años y ya había conocido el éxito con su novela Jane Eyre. Era hija de un pastor anglicano y manifestaba una tradicional aversión hacia los papistas nada infrecuente en Inglaterra; se puede comprobar también en otros autores como Elizabeth Gaskell (recordemos a la criada que se resiste a viajar a Cádiz por temor a que los temibles católicos españoles la conviertan a su religión). El asunto tiene su origen en el complot atribuido a los jesuitas para asesinar a Carlos II y sustituirlo por su hermano Jaime II, católico, que fue quien le sucedió más tarde, y se lo conoce como el Popish Plot. Esto sucedía en el último tercio del siglo XVII.

Villette cuenta la historia de una muchacha, Lucy Snowe, que sale de Inglaterra por primera vez para buscarse un futuro y recala en Bélgica, empleada como profesora del internado de Madame Beck. No nos interesa ahora su aventura sino la aventura del editor Rialp, por la sencilla razón de que, llevado de su celo religioso, no ha dudado en mutilar, censurar y cambiar el sentido de aquellos párrafos en los que se hace referencia a la Iglesia católica que no son de su agrado, atentando así alevosa y gravemente la libertad de expresión de la señorita Charlotte Brontë. Lo mejor será que veamos unos ejemplos contundentes.

En el capítulo titulado La manzana de la discordia leemos en la versión de Rialp (página 338): "Además de la madre de Fifine Beck, otro poder tenía algo que decirnos a Paul y a mí antes de ratificar nuestro tratado de amistad; debíamos contar con el padre Silas"; en la edición Alba (página 535) dice: "Además de la madre de Fifine Beck, otra autoridad tenía algo que decirnos a monsieur Paul y a mí antes de que ese tratado de amistad pudiera ser ratificado. Estábamos bajo la surveillance de un ojo que nunca dormía: Roma vigilaba celosamente a su hijo a través de aquella misteriosa celosía ante la que yo una vez me había arrodillado, y a la que monsieur Emanuel se acercaba un mes tras otro: el panel corredizo del confesionario".

La cosa empeora después. Dice Rialp (página 395): "¿Pero cree realmente en la Biblia? ¿Admite la revelación? ¿Qué límites hay al atrevimiento feroz e indiferente de su país, de su secta?". En Alba (página 546) se lee: "Pero ¿cree usted realmente en la Biblia? ¿Acepta la Revelación? ¿Dónde están los límites del descabellado e imprudente atrevimiento de su país y de su secta? Pére Silas vertió oscuras insinuaciones. A fuerza de persuasión, logré que me explicara un poco esas insinuaciones; eran taimadas calumnias jesuíticas".

Un tercer ejemplo. Rialp (página 391): "La voz del librito era melosa; sus acentos, todos de unción y bálsamo. El protestante debía hacerse católico, no tanto por temor al infierno como para hallar el consuelo, la ternura, la indulgencia que la Santa Iglesia ofrecía. No amenazaba ni coaccionaba. Su deseo era guiar y convencer". Alba (página 540) dice: "La voz de aquel astuto librito era dulce como la miel; sus palabras, todo bálsamo y unción. En sus páginas no retumbaban los truenos de Roma, ni soplaban las ráfagas de su descontento. El protestante debía hacerse papista, más que por temor al infierno de los herejes, por el consuelo, la indulgencia y la ternura que la Santa Iglesia ofrecía: nada más lejos de su pensamiento que amenazar o coaccionar: su único deseo era guiar y convencer. ¿Perseguir ella? ¡Oh, no! ¡De ningún modo!". El sarcasmo del original ha sido hábilmente escamoteado, y su sentido, cambiado a favor de la Iglesia.

En las páginas 548-549, el párrafo que empieza: "Luego pére Silas me mostró la cara amable de Roma..." tiene un total de 262 palabras. En la versión Rialp (página 396) queda reducido a 21. Naturalmente, en el original suprimido, la autora se ocupa de denunciar la hipocresía de la Iglesia de manera contundente. El total de alteraciones de este tipo afecta a diez párrafos o textos a lo largo del capítulo. La más extensa está en la página 397 de Rialp, en el párrafo que empieza: "Otra de sus reflexiones se basó en la liturgia de la Iglesia..."; en él, Brontë da un soberano repaso a la engañosa pompa "groseramente material, no poéticamente espiritual" de la Iglesia católica y donde ella le dedica 675 palabras (páginas 550-551 de Alba), Rialp lo deja en 242. En total, diez alteraciones y tergiversaciones, diez, en un solo capítulo.

Es comprensible que una editorial (o cualquier entidad o institución) no se dedique a airear las opiniones de quienes están en contra suya si no es para refutarlas. Lo que resulta inmoral es que se edite un libro del que, al no estar el editor de acuerdo con la visión del autor de un asunto o asuntos concretos, se suprima o manipule parte del texto para acomodarlo a sus propias ideas. Esta casa editorial -de marcado signo religioso, insisto- no tenía por qué editar este libro si no estaba de acuerdo con él, pero lo ha hecho con el mayor descaro. Descaro es, precisamente, lo que abunda en estos momentos en este país, descaro para convertir mentiras en verdades, apariencias en certezas y tomar la parte por el todo no precisamente para crear metáforas, como en la poesía, sino para inducir interpretaciones maliciosas. Y tampoco puede intentar enmascararse el descaro en el descuido, pues no es descuido la alteración de un texto para cambiar su intención y su sentido. En fin, ésta es una manera de ser que casa divinamente con la convicción de detentar la Verdad en uso exclusivo y excluyente, tan propio de la Iglesia católica. Es la fuerza de la costumbre.

Una ley popular bien conocida es la ley del embudo, que se enuncia así: "Para mí lo ancho y para ti lo estrecho". No dejo de pensar en él a la vista de las actuaciones de la jerarquía eclesiástica española. La hipocresía con que lanzan columnas de humo para ocultar sus verdaderas intenciones -todas de orden temporal, pues su reino es de este mundo- ha de ser dura de sobrellevar para muchos de los creyentes de buena voluntad. La nostalgia de Poder con que los obispos deben recordar aquellos tiempos recientes en los que para enseñar u ocupar un cargo público era requisito imprescindible ser bautizado les ha debido obnubilar hasta el punto de sentirse perseguidos y obligados a clamar por su libertad. ¿Qué libertad? ¿La de imponer sus creencias y privilegios? Lo dicho: la ley del embudo. Qué bien retrata Charlotte Brontë su insensibilidad, su soberbia y su dogmatismo.

José María Guelbenzu es escritor.

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