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Derechos forales y operadores jurídicos

Nadie podría acusar a los actuales cuerpos de operadores jurídicos, jueces, registradores o notarios entre otros, de desidia o falta de celo en la conservación y aplicación de esas ricas variaciones de nuestro derecho civil que tradicionalmente se han conocido como Derechos forales. Incluso, al tratarse de costumbres peculiares en torno a la organización familiar que conforme al Usatge Unaquaeque gens cristalizaron en leyes por su mera persistencia, alguno de estos cuerpos, en concreto el notarial en cuanto primer operador jurídico en el orden extrajudicial ha tenido tal protagonismo en la conservación y aplicación de este derecho, que los órganos codificadores de las Autonomías no dudaron en tomar los protocolos notariales como el más rico venero de sus tradiciones.

Pero ese papel estelar en la conservación y usanza de los derechos forales no ha correspondido sólo ni principalmente a los operadores vernáculos, ni siquiera sólo a los destacados en las zonas donde regía ese derecho. Esas peculiaridades siempre fueron aplicadas por todos los miembros de estos cuerpos cualquiera que fuere su lugar de origen, acceso o residencia, porque todos las conocían y conocen, lo que ha garantizado que este derecho, casi siempre de estatuto personal, se haya aplicado a todos los aforados incluso cuando viajaban o tomaban residencia en otros pagos.

Cierto que en la actualidad ya no es un Derecho residual o complementario, al menos en algunas autonomías, concretamente en la catalana, que han desarrollado sus normas y usatges hasta crear verdaderas codificaciones autónomas de las que, con el envés de la conocida frase de Luber, podría decirse que son la física experimental de la tradición y de la historia. Pero esta nueva categoría de Derecho Autonómico adquirida por los viejos derechos forales no cambia la sustancia de las cosas.

Es la inminente revisión de los Estatutos lo que pone a los impulsores de estos derechos autóctonos, especialmente si son nacionalistas, ante el dilema de tener que decidir si, con la legítima finalidad de consolidar y facilitar su aplicación, prefieren que el Derecho autóctono que con tanto celo y mimo tratan lógicamente de conservar y, por qué no, de desarrollar, se aplique como hasta ahora a todos los aforados en el ámbito de todo el mercado con independencia del lugar en que residan, o si tocados de un fanatismo nacionalista y olvidando la advertencia de Gogol de que tu propia nariz puede convertirse en un enemigo terrible, prefieren extender su nacionalismo a golpe ciego también a la recluta de cuerpos propios de aplicación del derecho, jueces, notarios, registradores autóctonos, etcétera, aunque con ello priven a sus normas materiales de la vocación universal que es atributo del buen derecho. El tino político les exige encontrar el equilibrio justo entre el fin que persiguen y los instrumentos que ponen en movimiento para conseguirlo, lo que para un político nacionalista equivale a aquilatar la onda hasta la que quiere hacer llegar su intento nacionalizador, en la seguridad empíricamente demostrada de que en este campo tirar por elevación es un caso irreversible de politique du pire, porque la obsesión nacionalizadora se transforma en un boomerang que en lugar de proyectar las peculiaridades vernáculas, las encierra en fronteras lugareñas.

Y es que la posible fragmentación de los cuerpos de operadores jurídicos consecuencia de la segunda opción, pugna con el principio no sólo constitucional sino de sentido común de unidad de mercado, que no deja de ser una consecuencia natural, o mejor el primer presupuesto de toda entidad política y hasta la primera urdimbre del tejido social de cualquier comunidad humana. El notario, por ejemplo, que debe su posición a la fuerza de la necesidad, es el resultado de las exigencias de los mercados. Países eternos pero que acaban de recuperar su libertad mercantil y de estrenar su mercado natural único, como China, demuestran haber sentido en su piel la fuerza de esa necesidad cuando su ministro de Justicia, Zheng Sen Fu, reclamaba documento público y notariado como presupuestos de seguridad para su desarrollo económico.

Sabido es que todo mercado necesita estar dotado de reglas y mecanismos que den seguridad a las transacciones. Con la misma necesidad imperiosa con que demanda una moneda convertible que homologue valores, reclama instrumentos que aseguren las convenciones, documentos uniformes de efectos homogéneos que garanticen los efectos de los negocios sin necesidad de tener que recurrir al examen o consulta prolija de leyes o registros que tanto pueden lentificar el tráfico. Porque si decisiva fue para el desarrollo industrial la aplicación al proceso productivo del principio de estandarización, de no menor eficiencia fue -en coincidencia no casual como indica el Pr. Arruñada- la aplicación de este principio a los propios documentos mercantiles de garantía notarial y circulación privilegiada, cuya homogeneidad operativa e igualdad de efectos, sin variaciones cualitativas, constituye un valor en sí mismo.

Es dogma indubitado que si se quiere que los efectos sean uniformes, los documentos deben ser homogéneos y tener las mismas garantías en su gestación. Por eso el artículo 148 del Estatut en su actual redacción, en cuanto propone una selección diferenciada para cubrir las notarías y registros de la comunidad catalana -lo que inevitablemente servirá de ejemplo a los demás estatutos por revisar-, conducirá irremisiblemente a su fragmentación en tantos cuerpos y clases de documentos de eficacia diferente como comunidades hay, lo que arruinará el valor de la homogeneidad y eficacia estandarizada del documento como fuente de seguridad y romperá el mercado único abriendo quizá vía a un inquietante nacionalismo económico.

Puede alguien pensar que tantas calamidades parecen pregones de agoreros, pero no es así. No se están aventurando vaticinios. Desgraciadamente hay pruebas empíricas de que con estos presupuestos inevitablemente se produce el resultado anunciado. En tiempos no lejanos, tiempos que De las Casas calificó de revueltos y calamitosos, hubo varias clases de notarios y escribanos, cada uno con su propio régimen, notarios reales, numerarios, de consejo, de cruzada, de la Mesta... lo que produjo una situación tan inestable y zarandeada, que se alzaron los pueblos, los particulares y las autoridades clamando contra la duplicidad legislativa y reclamando que el derecho a nombrar notarios recayera sólo en el que fuera jefe supremo del Estado... razón por la que el Gobierno, en las Bases que presentó a las Cortes Constituyentes en septiembre de 1855, confesaba que de entre los males gravísimos el fundamental era que hubiera diferentes clases de estos funcionarios con atribuciones más o menos extensas y heterogéneas origen del actual caos, ...caos que sólo se restauró con la Ley de 1862, la actual Ley del Notariado, que en su artículo 1 ordenó que en el futuro sólo hubiera una sola clase de estos funcionarios.

Hay que ser consciente de que el nuestro es el Estado de las Autonomías, un Estado en permanente excitación para mantener la unidad entre la diversidad. Y de que en congruencia con esta realidad, deben corresponder a los gobiernos autonómicos todas las competencias que puedan hacer más próxima a los ciudadanos la dispensa de la fe pública, para lo que habrá que habilitar fórmulas imaginativas, entre ellas turnos especiales de promoción y ventaja que premien la especialización en derecho autonómico, por ejemplo, pero los políticos están obligados a actuar con exquisita cautela para no lesionar la espina dorsal o mermar la racionalidad y utilidad social de los cuerpos que dispensan la justicia, contenciosa o preventiva, en cuanto servicio público a los ciudadanos y fundamento de la seguridad de los mercados.

Máxime cuando es mejor para todos, incluso para la propia Cataluña y para las comunidades que sigan su pauta, mantener los instrumentos de Justicia Preventiva en condiciones óptimas para aplicar todo el derecho en todo el territorio. Mayor fitness demostrarán los políticos nacionalistas que prefieran que las ricas variedades autonómicas se conozcan y apliquen en todos los rincones del Estado, que los alumbrados por la ciega consigna del poeta "donde tenemos razón no deben crecer flores" que opten por crear cuerpos autóctonos de operadores, aunque esto les cueste recluir sus variedades autonómicas a un lugar alejado del gran mercado y obligar a sus propios aforados de otra vecindad a acudir a tierra foral para que se les aplique su Estatuto -lo que no siempre será posible ni razonable en unos mercados cada vez más globalizados- si no quieren verse sometidos al rancio proceso de los exequátur, plácet o certificados de ley.

José Aristónico García es notario.

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