La fama valenciana
Durante unos meses hemos vivido el ensueño de una Comunidad Valenciana observada y reconocida más allá de sus fronteras administrativas. Primero fue la Copa del América, a continuación la aprobación de la reforma del Estatut y, finalmente, la presentación en sociedad de la Ciudad de las Artes. Incluso los críticos de cualquiera de los anteriores hechos han constatado que la percepción positiva de algo valenciano asomaba por las páginas, ondas y pantallas de los principales medios españoles de comunicación.
Concluida esta cadena de acontecimientos, la rutina se ha instalado de nuevo entre nosotros. Somos noticia, es cierto, pero lo somos al socaire de historias -dolorosamente habituales- sobre violencia de género, accidentes dramáticos y otras crónicas negras. La anterior ración de sucesos, las ocasionales victorias futbolísticas del Valencia y el Villarreal, la atención a hechos culturales aislados y algún salpicado de presuntas irregularidades públicas -incluido el reciente rapapolvo del Parlamento Europeo- integran el menú con el que los valencianos alimentamos la opinión pública del resto de España y Europa. De hecho, en otros territorios de la comunicación apenas se recuerdan como noticias recientes y señaladas la elección de un valenciano como presidente del Instituto de la Empresa Familiar y reflejos circunstanciales de las opiniones emitidas por instituciones valencianas sobre la reforma del Estatut catalán y la financiación de la sanidad, a las que se han sumado las acogidas tras las visitas de algunos ministros.
La imagen de lo propiamente valenciano adquiere de este modo una tonalidad doliente en unas ocasiones, áspera en otras, que contrasta con su extensa ausencia de otros campos de interés. Cualquier ciudadano de las restantes comunidades autónomas podría interrogarse, con razón, acerca de por qué esta tierra nuestra no hunde con mayor amplitud su huella en la cotidianeidad española. Los cerca de 4,5 millones de personas que integramos la sociedad valenciana no suponen un número menor: tal cifra nos sitúa en cuarto lugar entre las 17 comunidades autónomas y representa una magnitud superior o muy similar a la población de Irlanda, Noruega y Finlandia; y, por supuesto, alcanza un volumen demográfico superior al de la inmensa mayoría de los nuevos países que se han integrado en la Unión Europea.
Esos 4,5 millones de valencianos se encuentran ahí y las personas son, precisamente, quienes mayor continuidad garantizan al conocimiento y prestigio de un determinado lugar: cualquier búsqueda en Internet puede mostrarnos la inmensa cantidad de páginas que nos hablan, por ejemplo, de Santiago Calatrava; pero esta experiencia concreta también nos enseña que Calatrava es lo que es entre nosotros porque otros lo han descubierto antes de que esta tierra percibiera su existencia y compartiera el reconocimiento internacional que acompaña su trabajo. Incluso la labor de nuestros medios públicos de comunicación pone de relieve que la captación de la persona, como motivo y objeto deseado de noticia, no ocupa una posición firme: los contenidos de los noticieros de Canal 9 se integran en un monótono perfil delineado por la persecución de catástrofes -cuando no son autóctonas se importan de cualquier lugar del mundo-, sucesos henchidos de morbo, deportes, alguna chispa local colorista y el usual repertorio de nuevas oficiales.
Parece evidente que la despreocupación o indiferencia acerca de nuestras personas nos emplaza en una pésima situación llegado el momento de reivindicar una mayor presencia de lo valenciano en los medios españoles. A diferencia de lo que aquí ocurre, la tarea prioritaria de los pueblos capaces de reconocerse a sí mismos se aplica a fundamentar buena parte de su ser sobre el descubrimiento del talento de sus personas; frente a esta civilizada posición, cualquier visitante que se interese por nuestras celebridades recibirá una respuesta estandarizada, únicamente modulada por el lugar en el que se encuentre: los nombres de Vives, Blasco Ibáñez, Sorolla, Chapí, el maestro Serrano, Miguel Hernández, Gabriel Miró o Benlliure serán los iconos más frecuentes pese a no ser figuras actuales. En cambio, la expresión de similar curiosidad sobre los hombres y mujeres de talento que ahora habitan en la Comunidad Valenciana no suscitará, en general, más que un embarazoso silencio.
Sin embargo, salvo que admitamos que la nuestra es una mediocre existencia sobre una tierra yerma en inteligencia y creatividad, en genio y emprendedurismo, -lo cual no parece ser el caso- es de esperar que, cada día, al menos un valenciano sea noticia por una tarea bien hecha: un proyecto científico, una obra artística o literaria, una nueva iniciativa empresarial, un signo de solidaridad y entrega.
La ubicación de esas personas bajo el foco de nuestra atención preferente es una respuesta justa al resultado de su dedicación; una labor necesaria, además, para que se sientan cómplices de una sociedad que les reconoce y estimula; y, por qué no, también supone un ejercicio de higiene colectiva para arañar protagonismo a esas sombras desdichadas que son germen preferente de las noticias que exportamos al resto de España y Europa. Puede que la recepción de nuestros ciudadanos ilustres en los medios de comunicación no suene con la misma intensidad que las carcasas finales de una mascletà, pero la civilidad rehuye la euforia pasajera para identificarse con el martilleo, modesto pero persistente, de los pequeños masclets.
Los grandes eventos pasan, los monumentos que ahora son novedad formarán parte mañana de un horizonte sellado por la indiferencia que acompaña a lo que es familiar. En cambio, las personas están ahí, renovándose, alimentando la permanencia de la curiosidad y sumándose a la historia colectiva de quienes ya fueron alguien en su tiempo. Ese es el yacimiento de la mejor y perdurable fama valenciana: la de nuestras personas, la de nuestra mejor gente.
Manuel López Estornell es Economista. lopez_manest@yahoo.es
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