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Columna
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Belén de difuntos

Tengo la intuición de que ya debemos ser mayoría en España los refractarios a las fiestas navideñas. Poco a poco lo vamos consiguiendo. Pero debo precisar que no es que estemos en contra del origen sacro de estas fechas, sino de la insufrible parafernalia que las acompaña. De su estela de obligaciones y de gastos. Y de tedio puro, incontenible.

Es, pues, tiempo de huir. A otros lugares si se puede. Hacia nosotros mismos en todo caso. Y rebelarnos contra la tiranía de este ruidoso encadenamiento de necedades y dulces, de incómodas corbatas, de digestiones malditas, de algarabías rituales, de ruido de infantes, de lentejuelas y lugares comunes, de competiciones absurdas, de sonrisas mercantiles.

Sucede, además, que a partir de cierta edad, las Navidades se convierten en intensas vivencias mortuorias. La Nochebuena es la gran ceremonia de los muertos. Vienen ellos a vernos, mucho más que en el primero de noviembre. Vienen los muertos con su terrenal santidad, con su vacío grande y nuevo de cada año. Para nosotros. Vienen los muertos, los únicos y vacilantes dioses de quienes sólo practicamos la religión de los antepasados. Vienen los muertos y nosotros les hacemos un hueco. Es lo único bueno de estas fiestas, aunque para otros sea lo malo. Los padres que se fueron, los abuelos ya casi remotos, los otros parientes que nos querían, los ancianos del barrio, los vecinos que contaban chistes, gente del bar y de la mina, del sol o de la lluvia, en bicicleta algunos bajo la tormenta. Vienen los muertos, aquellas mujeres que vendían leche por las casas; y otras que llevaban pescado, y un chico que murió de drogas, y la señora atropellada por un camión, y los amigos que también murieron, con los que jugábamos al fútbol en las vacaciones de Navidad. Vienen los muertos y entonces las fiestas parece que sirvieron de algo. Porque mientras ellos vuelven, estamos más cerca de nuestra memoria. Y más lejos de las zambombas, de los estatutos, de las naciones y de los infatigables villancicos.

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