Contra el modelo neoliberal
No es fácil poner en pie una teoría económica, ni siquiera como prolongación y desarrollo de otra anterior. Las teorías deudoras del keynesianismo sufren además del problema añadido y martirizador de la dominación total de los modelos neoliberales entre quienes toman las decisiones económicas, llámense bancos centrales o gobiernos, o entre quienes poseen influencia sobre ellos, llámense empresarios, directivos ilustrados o gabinetes de estudios económicos. Los modos de análisis y conocimiento procedentes de Keynes concitan hoy una hostilidad difusa, cuando no la indiferencia.
La herencia de John Maynard Keynes debe ser hoy la escasa opción disponible de una política económica de izquierda -o social, si se permite la simplificación-. El capitalismo funciona, dicen los keynesianos, pero cuando está embridado por el Estado; precisamente es la regulación lo que no aceptan los neoliberales. Por sí mismo, dicen, acaba por desembocar en el despilfarro o en la competencia destructiva. Es curioso que el juego histórico político produzca a veces cortantes paradojas. Los herederos de Keynes no creen que la falta de competencia ni la rigidez de los precios generen inestabilidad económica. Coinciden, en lo que se refiere a la competencia al menos, con las prácticas de las políticas de los Gobiernos más ortodoxos, que ya no guardan escrúpulo alguno en defender la creación de grandes grupos empresariales. Otra cosa es el discurso formal, por supuesto; el verbo de los ministros ortodoxos sigue insistiendo en las excelencias de la competencia feroz para controlar la inflación. Pura logorrea que muy pocas veces se ha transmitido a la práctica de gobierno.
El modelo poskeynesiano que propone el libro de Lavoie se fundamenta en los principios conocidos de Keynes: la producción se ajusta a la demanda, el descenso de los salarios reales suele empeorar la situación económica -puesto que disminuye la capacidad de compra de los asalariados, es decir, de la parte más importante de los consumidores- y que lo relevante para el funcionamiento de una economía es el gasto en inversión que, por cierto, es independiente del ahorro. De las variaciones momentáneas del ahorro, cabría decir. De ahí que el objetivo principal de la economía deba ser el pleno empleo y no la estabilidad a toda costa de los precios, como sostienen los neoliberales.
Pero no es seguro que el texto articule una versión de la teoría de Keynes tan nueva o adaptada a los nuevos tiempos como para que pueda utilizarse la campanuda expresión de economía poskeynesiana. Las aportaciones nuevas -por ejemplo, el desarrollo de los modelos de Kalecki-, aunque de interés, resultan insuficientes para tal pretensión. No es ése pues el punto fuerte del texto, que se encuentra más bien en el repertorio sencillo y bien contado de los análisis keynesianos de la economía y sus propuestas de actuación.
Desde este punto de vista, el texto agota prácticamente la explicación de las fórmulas keynesianas -incluso fórmulas sensu estrictu, es decir, matemáticas- y la diferencia abismal que separa a Keynes de las recetas universales practicadas y platicadas sin discriminación por el neoliberalismo. Que, a saber, son: control del déficit, atención preferente a los precios, privatizaciones y liberalizaciones. Recuérdese a este respecto que ninguno de estos principios tiene una plasmación real. El control del déficit se convierte fácilmente en maquillaje contable -casi siempre lo es-; sólo en muy pocas ocasiones se puede respetar al mismo tiempo el libre desenvolvimiento del mercado y las medidas antiinflacionistas reales, porque si se quiere actuar eficazmente sobre los precios, deben vigilarse las redes de comercialización, cosa que casi nunca se hace; las privatizaciones no garantizan por sí mismas mayor eficacia empresarial -compárese, por ejemplo, la pujante Endesa pública con la ridícula actual-, y que las liberalizaciones suelen empezar y terminar en buenas intenciones en decretos y leyes. Véase el caso de los mercados eléctrico y petróleo en España.
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