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Columna
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La orgía

Los comerciantes de la ciudad están contentos: las compras navideñas van por buen camino. La economía funciona, dirá, a la vista de tal perspectiva, el gurú político de turno. ¡Si se compra es que vamos bien! ¡Vivimos en el mejor de los mundos gracias a lo bien que gobernamos!, añadirá. No pregunte usted si esa orgía compradora es a crédito: eso es lo que menos importa. Todo el mundo sabe que los más listos son los que más deudas tienen, lo cual inspira mucho respeto. Es decir, que puede darse el caso de que la orgía navideña acaben pagándola los bancos. Perfectamente lógico: para eso están, y cada uno de los compradores es como una terminal bancaria móvil. Un belén global en cada esquina.

¿Cuántos de los que vemos apresurados por la calle, en las tiendas, cargados con paquetes, tienen conciencia de su colaboración a la consolidación económica y de su inestimable papel de intermediario bancario? Mejor olvidarlo -por aburrido- y dedicarse a disfrutar con la orgía. Se trata de comprar como sea, incluso a cualquier precio. En esta época del año está justificado comprar lo innecesario, lo inservible, lo absurdo, lo feo. Lo feo, en época de excesos, gusta muchísimo. Gusta tanto que deja de ser feo para ser, simplemente, normal. Basta dar una vuelta por los escaparates del centro y observar, por ejemplo, los bolsos de señora: el no va más.

El exceso navideño, este año, es bello: encaja con todos los excesos que nos rodean y, a la vez, permite olvidar los excesos políticos, las catástrofes universales y hasta la estulticia de quienes gobiernan el mundo. Nuestros excesos personales ¿borran los excesos ajenos? El caso es que comprar parece un sustituto directo del orgasmo. La gente se toma en serio las compras y hace bien. Aunque seamos clientes del todo a un euro, cualquiera disfruta con su particular síndrome Onasis. Una orgía anual, siquiera de baratijas.

Comprar es un placer capaz de convencernos de algo muy ideológico: compro, luego existo. Una Navidad sin exceso de compra, de prisa, de gasto, de gente acelerada y veloz ya no sería Navidad. No es raro, pues, que la gente, estos días, esté por el atracón del consumo: ya llegará, después, la bulimia obligada en forma de basura. Esto es lo propio de un buen ciudadano contemporáneo, un patriota, durante el ritual navideño del consumo. ¿Despilfarro? Toda compra tiene su sentido, su emoción, su sentimiento, su experiencia única: pregunten a la publicidad.

El consumo se ha convertido en un punto clave de la experiencia humana. Lo que no está claro es qué clase de experiencia nos ofrece. El filósofo italiano Giorgio Agamben, considerado uno de los pensadores más importantes del mundo por sus investigaciones sobre la destrucción contemporánea de la experiencia humana, dice que nuestra experiencia está "expropiada por la ciencia moderna". Entrevistado recientemente, puso un ejemplo: "El móvil ha cambiado la manera de vivir. Los seres vivientes son capturados en dispositivos de poder. Así, el deseo de comunicación de las personas es encerrado en el móvil, que se vuelve contra cada hombre cuando no habla con los presentes sino con los ausentes". A juicio de Agamben, ya no somos ciudadanos, sino "meros objetos experimentales de la ciencia y del marketing" lo cual lleva a unas nuevas formas de control y a un "permanente estado de excepción".

No menos pesimista es el sociólogo Alain Touraine, quién (Un nuevo paradigma, Paidós) argumenta el fin de lo social y habla de una mutación basada en la "reorganización de la experiencia". Touraine observa un "mundo en retroceso" y un "capitalismo extremo" destructor de relaciones sociales gratificantes. ¿Trata la orgía consumista navideña de exorcizar estos males? Seamos realistas: comprar es aún un consuelo para muchos.

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