Dayton, diez años
Han transcurrido diez años desde que, en noviembre y diciembre de 1995, se alcanzó primero en Dayton, y se firmó después en París, el acuerdo de paz que acabó con la guerra librada en Bosnia. Como quiera que esa guerra fue la más sangrienta y prolongada de cuantas marcaron la desintegración de Yugoslavia, es probable que en el futuro el acuerdo en cuestión se asocie con el propio final de ese proceso, y ello por mucho que al conflicto bosnio siguiesen otros, no precisamente menores, en Kosovo y Macedonia.
Al amparo del aniversario mencionado, y de la reciente detención de Ante Gotovina -que ha permitido rescatar entre nosotros, siquiera livianamente, hechos del pasado-, no parece que sea éste mal momento para levantar un balance de lo ocurrido en un decenio en el que se han dado cita, en los Balcanes occidentales, una supuesta pacificación y -luego de los avatares kosovares de 1999 y de la caída de Slobodan Milosevic en Serbia, en 2000- un ostentoso desinterés internacional. Hace unas semanas, y en estas mismas páginas, me refería, por cierto, a cómo el ritual recordatorio de que Radovan Karadzic y Ratko Mladic, responsables de crímenes sin cuento en Bosnia, siguen campando por sus respetos se ha convertido a la postre en una socorrida excusa para no hablar de lo que sucede en el teatro de sus fechorías.
Vayamos, por ello, a lo nuestro, al balance anunciado, y apuntemos antes que nada que en el terreno político las fuerzas de cariz multiétnico apenas han progresado. Si en algunos lugares ello ha sido así porque el propio escenario ha trabado tal progreso de la mano de sociedades lastradas por la presencia abrumadora de un único grupo nacional -tal es la aciaga realidad, por ejemplo, de Croacia-, en otros lo que ha ocurrido ha sido que, pese a la presión externa, los partidos no connotados desde el punto de vista étnico disfrutan -adelantemos el nombre de Bosnia- de apoyos reducidos. Para que nada falte, en las dos potencias regionales -la mentada Croacia y Serbia- han recuperado peso, en el primer caso, y se han asentado, en el segundo, formaciones de nacionalismo esencialista que a veces asumen posiciones arrogantemente violentas. Qué razón teníamos, y permítaseme el ejercicio de vanidad, quienes en el otoño de 2000 avisamos sobre las dobleces que rodeaban entonces, y rodean ahora, a la figura de Vojislav Kostunica en Serbia.
Al amparo de lo anterior es sencillo apreciar la pervivencia, casi siempre incontestada, de las élites que protagonizaron la desintegración violenta de Yugoslavia. Esa pervivencia, muy notable en el ámbito local, ha sido mediáticamente ocultada tras los procesamientos acometidos por el Tribunal de La Haya, que al respecto han servido de conveniente cortina de humo. No hay mejor signo, por lo demás, del fenómeno que nos ocupa que las enormes dificultades que siguen rodeando al retorno de los refugiados. Bastará con recordar que en el caso más relevante, el de Bosnia, sólo parece haber regresado a sus hogares un 40% de aquéllos, no sin que falten dudas en lo que atañe al rigor del porcentaje, presumiblemente engrosado, y a lo que el retorno significa en materia de reconstrucción de la vida multiétnica: muchos de esos refugiados han regresado a sus casas porque éstas se hallan emplazadas en lugares políticamente dirigidos por miembros de su grupo étnico. Las cosas como fueren, el recelo ante lo que puedan hacer autoridades y civiles fuera de control -las viejas élites, en una palabra- sigue siendo explicación mayor de por qué tantos refugiados prefieren seguir siéndolo. En Bosnia todo esto opera, por cierto, como un argumento más que invita a sostener que el idolatrado acuerdo de Dayton vino a legitimar buena parte de los resultados de la guerra.
No hay que ser muy sagaz para agregar un elemento más a un panorama tan delicado: en todas las repúblicas ex yugoslavas se echa de menos el esfuerzo de sopesar críticamente lo acontecido en el decenio de 1990. Ello parece singularmente llamativo en Serbia, donde la figura de Milosevic es comúnmente denostada, sí, por la opinión pública, en el buen entendido de que la fuente principal, por no decir única, de reparos la suscita la condición de dirigente corrupto, empeñado en enriquecer a sus allegados, que adobaría a nuestro hombre. No se busque, porque apenas se encontrará, ningún esfuerzo serio encaminado a sopesar la responsabilidad de Milosevic en lo sucedido, en la década mencionada, en Croacia, en Bosnia y en Kosovo. Circunstancias similares se revelan en la Croacia de estas horas, con gobernantes renuentes a entregar a La Haya -volvamos al ejemplo de Gotovina- a algunos de los responsables militares de dos lustros atrás. Tampoco es halagüeño el panorama económico: la cancelación de las tensiones bélicas no ha abierto paso a una rápida reconstrucción. Los progresos son lentos, como lo ilustran unas rentas per cápita emplazadas en la cola del continente europeo, y ello incluso en lo que se refiere a un país, Croacia, beneficiado por la recuperación de su industria turística. Para explicar semejante estancamiento, a primera vista sorprendente, no hay que ir muy lejos. Es el producto de una acumulación de hechos entre los que se cuentan las guerras, las oleadas de refugiados, la apuesta por preservar niveles altos de gasto militar, la hoy por hoy irreparable ruptura de los mercados internos yugoslavos, la extensión de la corrupción y de un capitalismo de ribetes mafiosos -más poderoso cuanto más hacia el sur nos movemos-, el auge de discursos neoliberales impregnados de una irrefrenable estulticia y, en suma, la liviandad de una ayuda foránea que está lejos de lo anunciado en su momento. Esta última circunstancia resulta singularmente evidente en el caso de los compromisos contraídos con Serbia en el otoño de 2000, cuando, para facilitar el desplazamiento de Milosevic, las potencias occidentales prometieron el oro y el moro. Pareciera como si, en virtud de una ley inexorable, cuanto más alejado en el tiempo se halla un conflicto posyugoslavo, menor es la ayuda foránea que el territorio correspondiente recibe. A ello se suma el hecho, bien conocido, de que los flujos estratégicos de los últimos años -con Afganistán e Irak en el centro de tantas atenciones- han contribuido a alejar los Balcanes occidentales de las mayores prioridades.
Uno de los elementos recién invocados merece ser rescatado: las relaciones entre los Estados independizados en el decenio de 1990 siguen siendo muy débiles, pese a los esfuerzos, innegables, realizados por unos u otros dirigentes. No hay mayor ilustración de lo que tenemos entre manos que la que proporciona, de nuevo, Bosnia: aunque la frontera que separa a las dos entidades que configuran el Estado federal tiene un cariz aparentemente administrativo, conserva un peso notabilísimo que a la postre se traduce, del lado de buena parte de los habitantes, en la firme decisión de no cruzarla. El sentido común sugiere que, mientras los problemas de relación entre todas estas repúblicas prosigan, es difícil que la economía cobre alas, como es difícil que se cierren viejas heridas.
Y es que nada sería más ingenuo que concluir que las situaciones de conflicto son cosa del pasado. Aunque es improbable que aboquen en escenarios tan tétricos como los que cobraron cuerpo en la década de 1990, las tensiones perviven, y las incertidumbres con ellas. Bosnia es un castillo de naipes, nadie sabe a ciencia cierta qué será Kosovo -¿un protectorado internacional?, ¿una provincia serbia?, ¿un Estado independiente?- dentro de unos años, el acuerdo de paz suscrito en Macedonia en 2001 se intuye muy frágil y lo más sencillo es, en fin, que se rompa la federación que integran Serbia y Montenegro. De por medio campan, por añadidura, poblaciones llenas de rencor, como es el caso de los serbios expulsados de Croacia, de los propios serbios que habitan auténticos guetos en Kosovo y de los refugiados bosnios. Un termómetro adecuado de la situación lo aporta el prolongado despliegue de contingentes militares foráneos cuya marcha se ve trabada, no sólo por reales o imaginarias tensiones, sino también por las dependencias económicas que generan.
Aunque es legítimo aseverar que la presencia exterior, militar como civil, no obedece tanto al propósito de evitar que los hechos se desmanden como al de apuntalar intereses vinculados con el designio de acrecentar el control sobre la región, lo cierto es que la atención que las potencias occidentales dispensan a ésta -ya lo hemos señalado- ha ido menguando. Nuestros gobiernos parecen contentarse con que el espacio posyugoslavo deje de ser, definitivamente, una fuente de problemas. Ahí está, para testimoniarlo, una Unión Europea que, poco generosa, pese a lo que reza la retórica oficial, a buen seguro preferiría dejar para mejor momento las demandas de adhesión que van llegando a sus despachos.
Conviene que no nos engañemos en demasía sobre el sentido de fondo de lo acontecido en los Balcanes occidentales en los diez últimos años: nuestros países han apostado ante todo por una fantasmagórica estabilidad, aun a costa de abandonar cualquier horizonte de genuina reconstrucción democrática y de no menos genuina restauración de la vida multiétnica. A duras penas puede aceptarse, por lo demás, que las muchas miserias de estas horas son responsabilidad exclusiva de los agentes locales: las más de las veces los acontecimientos se han desarrollado como, conforme a la naturaleza de las intervenciones foráneas, era de prever que lo hiciesen. Las víctimas principales de semejante línea de conducta han sido, sin duda, quienes en Croacia como en Serbia, en Bosnia como en Macedonia, tuvieron, un decenio atrás, la mala idea de plantar cara a las exclusiones.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de La desintegración de Yugoslavia (2000) y Guerra en Kosova (2001).
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