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Tribuna:MEDIO AMBIENTE
Tribuna
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En defensa del Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama

El autor exige medidas extraordinarias y políticas conservacionistas decididas para proteger este espacio natural

Cuando en 2001 el Gobierno regional, con el respaldo de todos los grupos políticos y movimientos sociales, decidió crear el Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama, se dio respuesta a una exigencia con casi un siglo de historia. Madrid es una comunidad con un territorio reducido (sólo La Rioja, Cantabria y Euskadi tienen menos superficie que nuestra región) que, además, sufre la más alta presión demográfica de España y vive un desarrollo económico e industrial con gran capacidad de impacto sobre el medio natural. En esa realidad, la sierra del Guadarrama es una pieza clave de su equilibrio. No olvidemos que se trata de un espacio de una singularidad extrema, ecológicamente privilegiado y situado a menos de un centenar de kilómetros de la concentración urbana más importante de nuestro país (y una de las de mayor densidad de la Unión Europea). Es el pulmón de Madrid y es, a la vez, el espacio que, gracias al buen estado de salud del río Lozoya, suministra más del 90% del agua que se consume en el conjunto de la región. Y es, sobre todo en la vertiente situada más al norte -la que se extiende entre los puertos de Cotos y Somosierra-, un territorio en el que convive una naturaleza bien conservada con actividades ganaderas y agrícolas, con labores artesanales y de pequeñas industrias a las que se ha añadido, en los últimos años, un pujante turismo rural.

La tibieza con la que la Comunidad responde al gigantismo urbanizador invita a la desconfianza

En ese contexto, la aplicación a su entorno de la figura del parque nacional, con todos los instrumentos de protección y de defensa del medio que lleva aparejada, es una necesidad apremiante. Objetiva. Sobre todo, si tenemos en cuenta los peligros de todo orden que sobre él se ciernen. En otras palabras: la extrema fragilidad de su ecosistema en una región con más de cinco millones de habitantes exige medidas extraordinarias, niveles de protección de primer nivel, decididas políticas conservacionistas.

Ante esa necesidad, reconocida por los expertos de mayor prestigio (comenzando por Eduardo Martínez de Pisón), no es difícil advertir cómo en los últimos años se viene desarrollando una estrategia dirigida precisamente a utilizar la singularidad de la sierra como excusa para proponer figuras de protección de menor solvencia, alcance y garantía que la que supone la declaración de parque nacional. En esa corriente, sutil unas veces y muy explícita otras, cabe insertar el artículo que, firmado por la alcaldesa de Rascafría, Yolanda Aguirre Gómez, apareció en estas páginas el pasado 10 de noviembre. En él planteaba la necesidad de sustituir la figura del parque nacional por la de parque natural o, en un alarde creativo sin precedentes, por la de parque europeo (¿?). Después de expresar su preocupación por la "creciente degradación de nuestro medio natural", añadía: "Los peligros de todo tipo que se ciernen sobre la sierra del Guadarrama son cada vez mayores, sobre todo en sus zonas menos elevadas. Ante eso, no podemos quedarnos de brazos cruzados". Y ponía como ejemplo la eficacia que para el medio natural ha tenido la normativa que rige en los parques regionales de la Cuenca Alta del Manzanares (1985) y de la Laguna y Circo de Peñalara (1990).

El contenido del artículo, sin embargo, era engañoso. El sesgo ecologista que en él se advertía no era sino una máscara edulcorada, casi lírica, de las auténticas intenciones que se ocultaban detrás de términos como "gestión adecuada en beneficio del medio natural y de las poblaciones locales" de la sierra. No sólo desmentía esos deseos la propia propuesta de sustitución de la figura del parque nacional por otra más laxa, sino la realidad de su propia gestión. Una realidad que tenía que ver, sobre todo, con el proceso de elaboración del nuevo planeamiento urbanístico municipal. En Rascafría, pero no sólo en Rascafría, sino en toda la comarca. Aunque la presión ciudadana ha hecho que la alcaldesa modifique sustancialmente su inicial propuesta de calificar suelo para 1.600 viviendas, no es poco riesgo la construcción de las 850 que ahora sugiere (lo que supone 2.400 nuevos habitantes cuanto menos) para el equilibrio ambiental de la cabecera del valle alto del Lozoya. Pero si a tal propuesta añadimos otras, también respaldadas por ediles o representantes del Partido Popular -como el nuevo Plan General de Garganta de los Montes, que propone calificar suelo para 1.700 viviendas, lo que multiplicaría por más de 10 su actual población; o las demandas de suelo a calificar en el resto de los municipios del valle del Lozoya, que llevarían, de promedio, a multiplicar por tres su número de habitantes-, no es difícil advertir que en muy poco tiempo Madrid (y el conjunto de los madrileños) perdería un espacio natural de un valor incalculable. Desde el punto de vista ecológico y desde el punto de vista cultural (de Giner de los Ríos hasta Ortega y Gasset, pasando por Luis Rosales o Vicente Aleixandre, han sido muchas las voces que han convertido a nuestra sierra en un referente pedagógico, moral e histórico-paisajístico de ámbito nacional).

También desde el punto de vista económico: no olvidemos que un entorno natural bien protegido aporta valor añadido, calidad de vida a una región superpoblada como la nuestra.

Las amenazas apuntadas no son sino una parte de las que hemos podido conocer en los últimos años. La propuesta de creación de campos de golf y de urbanizaciones de adosados en las proximidades del embalse de Puentes Viejas, y los brutales crecimientos previstos en localidades de la "presierra" norte como El Molar son elementos añadidos que entran en directa confrontación con la iniciativa del parque nacional. Ése y no otro es el trasfondo de los planteamientos de Yolanda Aguirre Gómez. Un trasfondo que poco tiene que ver con la protección medioambiental que afirma defender y sí con la generación, en los distintos municipios, de notables expectativas de beneficio a corto plazo por la vía de la recalificación masiva de suelos que en la actualidad gozan de una protección especial o están dedicados a usos agrícolas y ganaderos.

El diseño del parque nacional, con áreas de protección "ligera" (preparque y zonas de transición), con la delimitación de la protección rigurosa y más estricta a las zonas con mayor riqueza natural y con la creación del Parque Regional del Alto Lozoya, posibilita el desarrollo de actividades económicas y de ocio, así como la construcción, controlada y respetuosa con el entorno, de nuevas viviendas, las actividades agrícolas y ganaderas y la artesanía, además del mantenimiento de la identidad de los pueblos. En definitiva: su desarrollo sostenible.

En consecuencia, los núcleos urbanos situados en esas zonas de transición del parque deberían responder en su desarrollo a actuaciones integrales coordinadas con el Plan de Uso y Gestión de la globalidad de su territorio, aprovechando al máximo sus potencialidades tanto en las actividades tradicionales como en la, cada vez más demandada, del turismo rural y de montaña en todas sus modalidades, una actividad que en zonas como el Pirineo, o los Picos de Europa, o la serranía de Cuenca, entre otros entornos del interior de España, goza de un vigor extraordinario y creciente, y ha permitido la generación de un importante número de empleos estables y de calidad. En estas zonas, denominadas de transición, tal y como se refleja en el Plan de Ordenación del Parque, se habrá de "conservar la calidad del paisaje rural tradicional con elementos naturales propios, como marco de vida de las poblaciones y como patrimonio de la región", algo que nada tiene que ver con los planes generales proyectados, incluido el de Rascafría.

Optar por la cultura y la economía "del ladrillo" basada en crecimientos urbanos desproporcionados podría rendir pingües beneficios a corto plazo a sectores minoritarios de los municipios (y a operadores inmobiliarios foráneos), pero sería una opción desastrosa a medio y largo plazo. Una opción suicida que privaría a los madrileños y a los propios habitantes de los pueblos de la sierra de un entorno que es, además, patrimonio colectivo irrenunciable.

Si tenemos en cuenta la experiencia de los últimos años en relación con el destino de otros espacios de interés natural de la Comunidad de Madrid (hoy desfigurados por el cemento o simplemente desaparecidos) y la presión constante de los intereses especulativos e inmobiliarios, habremos de convenir que sólo una poderosa acción colectiva a favor del parque nacional garantizará que éste sea una realidad. De ahí que parezca esencial, apremiante diría yo, intensificar los trabajos y las acciones de la plataforma cívica creada en defensa del valle Rascafría-El Paular, ampliando su ámbito de trabajo a todo el valle del Lozoya y a la sierra norte. Y comprometer en ellas a las poblaciones de sus municipios, a los movimientos conservacionistas, a las asociaciones ciudadanas de todo orden, a los intelectuales y al mundo de la cultura, a los pequeños y medianos empresarios, a los partidos políticos progresistas.

Aunque el compromiso del Gobierno regional ha de suponerse, la tibieza con la que está respondiendo al gigantismo urbanizador de algunos ayuntamientos y proyectos como la hipotética radial 1 al calor de los crecimientos urbanos de la llamada "presierra" invitan a la desconfianza. Y a la exigencia democrática de que el parque nacional sea, cuanto antes, una realidad con todas las consecuencias. Entre otras razones, porque son muchos los intereses que presionan por que se convierta en papel mojado. O en un proyecto de actuación distinto, en todo caso descafeinado e inútil, al originario.

Manuel Rico es escritor. Autor, entre otras, de las novelas La mujer muerta y Trenes en la niebla. Fue diputado de la Asamblea de Madrid entre 1983 y 1987, y miembro de la ponencia de la Ley de Creación del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares.

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