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Columna
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OMC ¿Necesaria / Imposible?

En 1995 la Organización Mundial del Comercio (OMC) sustituye al GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio), transformando lo que era un minoritario club de 25 países ricos en una macroorganización de 148 Estados (pronto 149 por la adhesión de Arabia Saudí), con intereses contrapuestos, cuyas decisiones se toman por unanimidad. Su propósito sigue siendo la promoción del comercio internacional, en un contexto que se disputan dos opciones antagónicas: el unilateralismo de EE UU frente al multilateralismo de casi todos los demás. En la OMC se enfrentan los países del Sur, que buscan reequilibrar el orden económico mundial, frente a los países del Norte que luchan por mantenerlo. Lo que explica que los procesos decisionales sean tan conflictivos y lentos. Hoy a esas dificultades estructurales de la OMC han venido a añadirse la resistencia que produce el ultraliberalismo que preside su ideología y su obsesión por incorporar al mercado -por convertir en mercancía- todos los bienes y servicios. Lo que ha movilizado en su contra a muchas de las fuerzas progresistas, con el altermundialismo a la cabeza, y ha, en buena medida, deslegitimado el ciclo de Doha, ha producido los fracasos de Seattle y Cancún, y ha reducido los logros de la OMC a casi nada: el acceso a los medicamentos en los países más pobres. De hecho el haber duplicado los intercambios mundiales en los últimos 15 años, nada debe a la intervención de la OMC, y es más, en 2003 la importancia de los desacuerdos llevó a la OMC a reducir sus ambiciones respecto del programa de Doha. En su lugar el algodón, las bananas y el azúcar, empujados por los países en desarrollo quieren imponer su prioridad.

El caso del algodón es paradigmático. En África Occidental cerca de 20 millones de personas viven de la economía del algodón pues la excelente calidad del producto lo hace altamente competitivo. Chad, Malí, Burkina Faso y Benín cuatro de los países más pobres del planeta, cuya supervivencia esta ligada al cultivo y comercio del algodón, han solicitado reiteradamente la intervención de la OMC para conseguir que los EE UU y la UE redujeran las ayudas masivas que otorgaban a la producción de algodón. Sin éxito. Al contrario, los grandes países del Norte y las instituciones financieras internacionales, el Banco Mundial en primer lugar, de quienes dependen para su financiación, les han impuesto, en nombre de la ortodoxia económica, exigencias como la privatización de las sociedades algodoneras que han desarticulado sus estructuras productivas, obligándoles a operar reagrupaciones (como la Unión Nacional de Productores de Algodón de Burkina Faso o la Asociación de Productores de Algodón Africano) difíciles de realizar. Las ayudas directas de EE UU a sus productores de algodón (3.500 millones de dólares) más las subvenciones de las exportaciones (1.500 millones) representan más de la mitad de las subvenciones mundiales a la producción algodonera. Esta acumulación de ayudas se ha traducido en una superproducción, con la consiguiente reducción del precio, que es ya inferior a 55 centavos de dólar la libra y obliga a los países africanos a cultivar con pérdidas. En 2004, Malí perdió 43 millones frente a los 38 millones que recibe de los EE UU en concepto de ayuda al desarrollo. Y la OMC en el silencio y la impotencia.

¿Quiere esto decir que hay que olvidarse de la OMC? No, hay que transformarla, pues la existencia de una instancia reguladora mundial es mucho más conveniente que dejar a los países del Sur al albur de los acuerdos bilaterales con los del Norte. Pero para esa función reguladora es capital reforzar las competencias del órgano para la regulación de diferencias, establecer una mínima coordinación entre los diversos grupos de países del Sur que han surgido estos años -G20, G33, G90- e instalar a la OMC en el marco de la ONU y su cada vez más urgente Consejo de Seguridad Económica y Social.

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