Ceguera selectiva
"Irán es el nuevo golpe contra el imperialismo"; "¡adelante la revolución iraní!"; "la lucha iraní está siendo un nuevo paso, y muy importante, en la lucha mundial por el cambio del sistema de producción"; "la revolución iraní, una victoria de la revolución mundial", "una victoria para el proletariado mundial", "una gran victoria que no va a tardar en tener efectos en otros movimientos revolucionarios árabes (sic) e incluso dentro de la clase obrera de los países avanzados". Las frases que acabo de transcribir aparecieron, entre septiembre de 1978 y abril de 1979, en el semanario barcelonés Prensa Obrera, órgano por entonces de la Liga Obrera Comunista, organización trotskista homóloga del Workers Revolutionary Party británico en el que militaba la actriz Vanessa Redgrave. Los redactores del periódico citado saludaban "con entusiasmo revolucionario" la llegada al poder en Teherán del ayatolá Jomeini, y sostenían que "es una obligación de todo revolucionario occidental defender la revolución iraní y apoyar al actual régimen iraní...".
Si he desempolvado estas muestras de una vieja retórica de extrema izquierda no es por el peso numérico -grupuscular- de la fuerza política que las voceaba, sino porque ilustran -caricaturizándola- la génesis de una actitud muchísimo más difundida, y persistente hasta nuestros días: gracias a su carácter presuntamente "antiimperialista", a su hostilidad verbal obsesiva contra el "gran Satán" norteamericano y contra el "pequeño Satán" israelí, gracias al aval inmediato que le otorgó Yasir Arafat, la República Islámica de Irán ha gozado y goza de un amplio caudal de simpatía, de comprensión, al menos de indulgencia por parte de la opinión progresista occidental. Toda suerte de antiglobalizadores, de pacifistas, de paladines de los derechos humanos y de luchadores contra la opresión han negado o fingido ignorar, durante 26 años, la pura evidencia: que el régimen clerical iraní es una dictadura teocrática de extrema derecha donde se sofoca a las mujeres, se ahorca a los homosexuales, se reprime a tiros las manifestaciones estudiantiles, se asesina a los disidentes, se tortura a los presos y se liquida a las minorías religiosas no musulmanas (por ejemplo, a los creyentes de la fe bahai).
El sistema de poder puesto en pie por Jomeini, además, no muestra síntoma alguno de reblandecerse con el paso del tiempo, como lo prueba la elección para la presidencia de la República, hace unos meses, del ultra Mahmud Ahmadineyad. Ultra, sí, según ha tenido la franqueza de corroborar él mismo por tres veces, con apenas siete semanas de diferencia.
Primero, a finales de octubre y en el curso de un acto convocado bajo el lema El mundo sin sionismo, Ahmadineyad proclamó que "Israel debe ser borrado del mapa" porque "la nación musulmana no permitirá que su enemigo histórico viva en su mismo corazón". Es probable que, al leer tales asertos, muchos de nuestros izquierdistas bienpensantes se quedasen tan frescos: después de todo, consignas parecidas han sido exhibidas y gritadas en manifestaciones por las calles de Barcelona y nadie se escandalizó ni protestó por ello.
Pero el presidente Ahmadineyad es un hombre de convicciones acendradas y, tanto la pasada semana como anteayer, las expresó de forma aún más inequívocamente neonazi. En sendas intervenciones televisivas, el jefe del Estado iraní ha mostrado su displicente incredulidad respecto del holocausto -"algunos países europeos insisten en decir que Hitler mató a millones de inocentes judíos. (...) Los occidentales han inventado el mito de la masacre de judíos"- antes de añadir que, en todo caso, si Europa se siente culpable de algo, Alemania y Austria, o en su defecto Estados Unidos o Canadá, deberían ceder parte de sus territorios al "régimen sionista", facilitando de este modo la extirpación del "tumor" israelí hoy incrustado en el Próximo Oriente islámico. En resumen, negación de la Shoá a la manera de un David Irwing, y reciclaje de una vieja idea que el nazi belga Léon Degrelle había expresado más de una vez desde su refugio español: si hay que compensar a los judíos por algo -decía Degrelle, converso también él al filoarabismo-, bueno, ¿por qué no les dan Baviera?
Desde luego, las actitudes llanamente antisemitas, las reinvenciones del mito de los Sabios de Sión, las apologías de Hitler y los textos negacionistas del holocausto son frecuentes en los medios de comunicación y en la literatura política árabo-islámicos desde hace décadas. Quien lo dude no tiene más que consultar el volumen Antisémitisme et négationisme dans le monde arabo-musulman: la dérive, número 180 de la Révue d'Histoire de la Shoah (París, enero-junio de 2004). Pero, esta vez, el autor no es un periodista desconocido o un imán radical, sino el máximo líder político de un país con casi 80 millones de habitantes y más de medio millón de soldados, poseedor del 10% de las reservas mundiales de petróleo y en trance de dotarse de armamento nuclear.
Así las cosas, ¿dónde están los izquierdistas, los progresistas, los pacifistas, los antifascistas? ¿Dónde, aquellos que años atrás pedían sanciones contra Austria por la llegada al Gobierno del ultraderechista Jörg Haider? ¿Dónde, los que se manifestaban con toda la razón contra la librería Europa? ¿Acaso un editor neonazi local era más peligroso que las intenciones genocidas de Ahmadineyad contra un país entero? ¿O es que, por el hecho de hallarse enfrentada con Estados Unidos, la teocracia iraní tiene barra libre, mientras los celadores de la paz y la solidaridad universales miran hacia otro lado? Una cosa es segura: si un día, la democracia israelí actúa por su cuenta para conjurar la explícita amenaza de Teherán, entonces todos los que hoy permanecen ciegos, sordos y mudos ante dicha amenaza enarbolarán la pluma y la pancarta para denunciar ruidosamente el militarismo y la agresividad del Estado hebreo. ¡Y luego no querrán que se les tache de hipócritas!
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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