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El confuso lenguaje de los derechos

Argumentar en términos de derechos se ha convertido en la actualidad en una verdadera plaga del razonamiento político, una plaga que hace casi imposible un debate efectivo (no meramente simbólico) sobre los problemas públicos. En efecto, cualquier pretensión o interés que se pretenda hoy defender con éxito se encapsula conceptualmente como un supuesto derecho, sea éste individual o colectivo. Hay sin duda muchas razones para hacerlo así, desde las puramente retóricas que aconsejan hacer acopio de las palabras buenas para el propio discurso (y "derecho" es el concepto fetiche de la modernidad, como ya señaló Leo Strauss), hasta las más substanciales que examinó Rafael del Águila: el derecho (la impecable juridificación) parece otorgar un halo de seguridad y estabilidad a lo que, en el fondo, no son sino opiniones más o menos discutibles. Sea por lo que sea, es más que dudoso que el discurrir político gane algo con este uso intensivo y abusivo, porque los derechos, por mucho que nos empeñemos en fingir lo contrario, no son algoritmos, no son certezas racionales que nos liberen de la duda, sino que sirven sólo para disfrazar ésta y emborronar la comprensión de los problemas subyacentes, como ha señalado Raymond Geuss.

Ésa es la trampa del lenguaje de los derechos, que exigen con lógica inexorable su realización plena

Ejemplo señero del uso torpe de la idea de derecho es el tratamiento de la cuestión de los idiomas en el ámbito político hispano. Y para que la susceptibilidad nacionalista periférica no se encrespe, limitaré mis comentarios al artículo 3º de la vigente Constitución Española. Elección que, por otra parte, también responde a la circunstancia de que en dicha Constitución hay rasgos de un modelo esencialista de nación histórica muy lejanos del modelo de nación exclusivamente política que exaltan nuestros modernos patriotas constitucionales. Vamos, que en todas partes cuecen habas identitarias. Precisamente por ello es por lo que el tratamiento del idioma en la Constitución es finalmente el modelo normativo del que beben gozosos todos los nacionalismos periféricos, sencillamente porque encuentran allí una veta de nacionalismo cultural en estado puro.

Nos dice el precepto que "los españoles tienen el derecho a usar el castellano", afirmación que a primera vista parece intuitiva e inocua, pero que, a poco que la reflexionemos, resulta sorprendente por lo que parece excluir, porque, ¿es que se quiere afirmar ahí que sólo tenemos derecho a hablar ese idioma? ¿No tenemos derecho a hablar francés, inglés, ruso o lo que nos de la real gana? ¿Se está afirmando que la autoridad puede impedir a la persona hablar o escribir como plazca a su capricho? Es patente que el texto no puede querer decir esto, pero, ¿qué es entonces lo que quiere expresar? Seguramente algo muy distinto, algo así como que los poderes públicos sólo están obligados a atenderme (oírme) si hablo en castellano, no si lo hago en otra lengua. Algo tan prosaico como eso.

Pero es que hay más. El texto afirma también que "los españoles tienen el deber de conocer el castellano". Nuevo asombro: ¿qué clase de obligación sería ésta? ¿Podrían exigirla coactivamente los poderes públicos? ¿Cómo sería ello; me podrían forzar nada menos que a saber lo que ignoro? Es patente que no, que no estamos ante una obligación en sentido propio -puesto que es inexigible-, sino ante lo que en Derecho se denomina una simple "carga" (obligenheit): el ciudadano puede hacer lo que quiera con su lengua, pero, si ignora el castellano, las consecuencias negativas de su desconocimiento las sufre él mismo. Algo que es muy distinto de una obligación en sentido propio.

Entonces, comprendido correctamente, resulta que lo que el precepto ordena se podría haber expresado más exactamente con la formulación siguiente: "Los poderes públicos utilizarán en sus relaciones el idioma castellano y no podrá exigírseles que se comuniquen en otro distinto". Ahora bien, si esto es lo que el precepto quiere decir, ¿por qué no lo dice así, en lugar de utilizar una alambicada formulación que incluye derechos personales? ¿Qué hace un precepto cuyo contenido es tan humilde y administrativo como éste en nada menos que el Título Preliminar de la Constitución, su lugar de honor? ¿Por qué no encontramos correlato a este derecho-deber en ninguna Constitución extranjera? La respuesta no es difícil: porque se trata de un fruto del nacionalismo español reactivo, y precisamente por eso el precepto nunca apareció en las constituciones del siglo XIX -cuando no existían todavía nacionalismos periféricos amenazando al español-, sino sólo en 1931, cuando ese desafío era percibido como acuciante. Pero, lo que desde luego es patente es que formular una cuestión tan prosaica como ésta en términos de derechos no ayuda nada a su comprensión y tratamiento. A lo único que ayuda es a que los nacionalismos subestatales hagan suya la misma técnica y proclamen con entusiasmo el derecho y deber correlativos de sus ciudadanos de conocer y usar sus idiomas propios. Y el ciudadano, a aguantarse con esa plétora de derechos de tan dudoso valor con que le van obsequiando unos y otros.

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Porque el paso siguiente, una vez conceptuado el uso de un idioma como derecho erga omnes, es el de exprimir sus posibilidades de expansión universal. Ésa es la trampa del lenguaje de los derechos, que exigen con lógica inexorable su realización plena. Y así, como exponía hace semanas la portavoz del Gobierno vasco, resulta que el derecho de un ciudadano a hablar en euskera no se satisface plenamente si los demás ciudadanos no le entienden y responden precisamente en esa lengua, con lo que la conclusión es inevitable: el derecho de uno a hablar en vascuence conlleva el derecho (obligación) de que todos los demás lo hablen también. Estrafalaria, pero impecable deducción, motivada tan sólo por haber introducido el concepto de derecho donde ninguna necesidad había de utilizarlo, sólo la conveniencia nacionalista (española) de una sobrelegitimación simbólica.

Igual que también era una trampa, en la que ya estamos presos de hoz y coz, la preposición del inciso inicial del citado artículo 3º de la CE: "El castellano es la lengua oficial del Estado". ¿Cómo "del"? ¿Es que el Estado habla, como las personas? ¿No sería más bien "en"? Pues son las personas las que hablan idiomas "en" los Estados, no los Estados los que poseen un idioma ¿Cuándo se nos expropió a las personas la lengua y se la entregó a los Estados? La cuestión no es baladí, pues una vez que se admite que un ente colectivo tiene lengua, ¿cómo se les negará a otros entes similar maravilla? Y así vemos que, al final del camino, también los pueblos y las naciones poseen idiomas "propios", que "deben" ser hablados efectivamente por sus ciudadanos. Y todo ello es plenamente constitucional, sin duda. Pero, ¿es razonable?

es abogado.

José María Ruiz Soroa

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