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Columna
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Dos tristes tigresas

Están las dos encerradas en una jaula, sobre el mismo remolque en que las trasladan cuando viaja la cruel caravana del circo al que pertenecen contra su voluntad. A veces los trayectos son muy largos y, si es verano, el calor las asfixia. La celda es minúscula para sus cuerpos, enormes como esa cárcel. Como apenas tienen espacio para moverse, se tumban sobre sus excrementos, que se mezclan con la comida en un magma triste y repugnante. Cuando no aguantan más la postura y la desesperación del confinamiento, se levantan y distraen el sufrimiento recorriendo con reiteración neurótica los cuatro pasos que les permite la estrechez de ese espacio. Llegaron ahí hace tiempo, tras un periplo de angustia que comenzó cuando fueron separadas de sus madres por la fuerza, secuestradas y vendidas para su explotación. Ahora los carceleros sólo las sacan de su prisión para lo que ellos llaman entrenamiento: pero ellas saben bien que entrenamiento significa maltrato y tortura. A golpe de látigo, los carceleros las obligan a realizar acciones aterradoras, como saltar por entre un círculo de fuego. Las quemaduras son dolorosísimas. Los torturadores usan también collares de castigo con grandes pinchos de hierro, instrumentos eléctricos para infligir descargas, ganchos metálicos, cadenas. Pasan hambre con frecuencia, pues las privan de alimento si no obedecen sus órdenes.

Es sábado por la noche y las tigresas intentan descansar tras haber sido obligadas una vez más a ejecutar su ridículo e indigno espectáculo. Nadie entre el público que ha acudido esa tarde a las sesiones del circo parece haberse percatado de su terrible situación. La gente gritaba y reía, y los niños comían golosinas con ansia ilusionada porque los adultos no les explicaron que su fascinación era ilusoria. Creían estar ante unos grandiosos animales que les demostraban su precisa inteligencia y su imponente belleza. Pero estaban ante dos tristes tigresas separadas de su hábitat, maltratadas, desesperadas, patéticas, esclavas, que representaban un falso simulacro de algo que jamás realizarían naturalmente. Ahora están exhaustas, y aturdidas por las luces y el estruendo del tráfico. Quizá logren dormir y olvidar por un rato la injusticia de su destino, compartido en el mundo por cientos de osos, leones, elefantes y monos.

Estas dos tigresas arrancaron el otro día, en Arganda del Rey, el brazo de un hombre imprudente que lo metió entre los barrotes de su jaula. Dos tigresas que nunca debieron estar ahí, ni estar en esas condiciones. Puede que ahora las condenen a muerte por su delito, que no lo es. Si no es así, y continúa su vida de explotación y cautiverio, puede que cuando lleguen a estar enfermas o ancianas, cuando ya no sirvan para el espectáculo, sus carceleros las vendan nuevamente. Puede que las compre un tal Manuel D., gestor cinegético. Lo que gestiona el cinegético son batidas de caza por encargo en una finca extremeña, donde unos degenerados disparan contra una tigresa anciana y tuerta, por ejemplo, que previamente se ha soltado ante las narices de su cobarde verdugo. En el espacio de tiempo que media entre esa fugaz libertad de la tigresa (pero apenas tiene ya fuerzas para huir, ni esperanza en la huida) y el disparo del desalmado brilla la maldad. Pero la maldad es la que ha comprado a las tigresas y a los leones, la que ha secuestrado a los linces y a los lobos blancos; la maldad es la que paga muchos miles de euros por ser el que dispara el gatillo y se fotografía con el cadáver del anciano; la maldad es la que corta la cabeza al enfermo y la considera un trofeo; la maldad es la que quema en fosas comunes los huesos de su conciencia.

Dicen en el pueblo de Manuel D. que estas extravagancias son "cosa de ricos". Los ricos van desde Madrid o desde Italia a Monterrubio de la Serena para calmar, asesinando, sus instintos asesinos. No es nuevo. Los más ricos y poderosos entre nuestros ricos y poderosos, los más respetados entre nuestros respetables, que tienen prohibido cazar especies protegidas en la Unión Europea, campan un poco más al este para matar bisontes, lobos y osas preñadas. Cuando tendrían que usar el dinero, el poder y el ejemplo para acabar con esos crímenes, para prohibir el uso de animales en la infamia circense, para evitar el sufrimiento y defender la vida de esos seres cuya muerte les reporta, sin embargo, tan perverso placer.

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