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La Ley del Audiovisual frente al espacio público

Hay quien dice que vivimos inmersos en lo que se ha venido anunciando como nueva era de la sociedad de la información. Si eso es cierto, resulta paradójico que nadie rinda cuentas ante la ciudadanía de lo que supone un importante cambio de normativa sobre los medios de comunicación audiovisuales. La nueva Ley del Audiovisual ha iniciado estos días su proceso final de discusión en el Parlament, y se aprobará en breve. El redactado final de la normativa ha pasado por una prolongada y discreta fase de elaboración que ha coincidido en el tiempo con la discusión y aprobación del nuevo Estatut.

A lo largo de este periodo, la ponencia encargada de la elaboración de la proposición de Ley del Audiovisual ha cumplido su labor de recoger las enmiendas planteadas dentro y fuera de los grupos parlamentarios. No obstante, el proceso de elaboración de la Ley en el Parlament se ha caracterizado por el silencio mediático y la falta de visibilidad. Surgen, pues, preguntas: la nueva ley, ¿situará a Cataluña en posición de saber afrontar los retos que plantean las transformaciones sociales -y no sólo económicas- de nuestro tiempo? ¿Sabrá garantizar derechos democráticos básicos, como el derecho a la información? ¿Sabrá definirse en términos similares a los de las avanzadas legislaciones que ya se aplican en otros países en materia de comunicación accesible y participativa? ¿Reflejará suficientemente la diversidad y complejidad crecientes de nuestros paisajes cotidianos?

La Ley del Audiovisual plantea un cambio sustancial. No me refiero al traspaso de competencias del Gobierno central al catalán en materia de regulación. El cambio que merece aquí toda nuestra atención consiste en que las actividades audiovisuales privadas dejarán de ser consideradas como servicios públicos. Es decir, a partir de la entrada en vigor de la nueva ley, las cadenas de televisión y las emisoras de radio comerciales dejarán de tener el deber de regirse por los principios de servicio público en Cataluña. La obtención de una licencia para emitir (lo que equivale a una licencia para ocupar un espacio -el audiovisual- que en principio es el de todas y todos) no implicará obligación alguna a concebir la comunicación como un bien público. Al contrario, fomentará la concepción y naturalización de los contenidos de los medios en función de su valor de cambio en el mercado, con la consecuente condena de los ciudadanos a la cadena perpetua que los relega a la condición de clientes y consumidores.

Para ejemplificar el caso, valga el símil de imaginar una ciudad donde se ha hecho una concesión de suelo público para la construcción de un hotel de cinco estrellas. Según las normativas urbanísticas vigentes, el terreno puede cederse a la iniciativa especulativa-lucrativa reservándole un uso de "equipamiento". Si se aplicara una nueva normativa equivalente a lo que supondrá la Ley del Audiovisual respecto al espacio radioeléctrico y digital, la construcción del hotel de cinco estrellas implicaría automáticamente la privatización de la calle donde se erigiría el edificio, con la consecuente construcción de vallas alrededor de los parques y jardines adyacentes.

La tendencia a la liberalización se está dando por descontada (también) en el sector de la comunicación audiovisual, por no hablar del de las industrias culturales en general. En este contexto, toda queja ante la privatización del espacio público es considerada por nuestros legisladores como un inútil (por no decir ingenuo) gesto de nadar contra corriente. No es preciso explicitar aquí la importancia estratégica que tiene el campo de la comunicación, y no precisamente debido a nuestra supuesta inmersión en una nueva forma de organización social que ha sustituido los engranajes por los bits.

Walter Lippmann ya dijo en 1922 que los medios de comunicación son como los conciben los grupos hegemónicos. Así pues, ese invento llamado opinión pública es más reflejo de los intereses de las élites que de la "voluntad delpueblo". Lo malo es que eso acabe perpetuándose así por definición, independientemente de las posibilidades históricas de cambiar esos términos. Hoy no resulta del todo desfasado hablar de élites gobernantes que reproducen discursos hegemónicos para las mayorías, alejándose de los discursos de la propia ciudadanía. Como dijera Lippmann, sería interesante dar la vuelta a la teoría democrática para ver que sin gobiernos que accedan a conocer reflexivamente la sociedad no hay discurso que valga sobre el acceso de la ciudadanía al conocimiento. El papel de la sociedad civil organizada en el cuestionamiento de las polaridades del debate político actual es, de hecho, un tema de atención que abre otras posibilidades de definición de la deseada "sociedad de la información".

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Los medios de comunicación audiovisuales que podrían constituirse como los puentes para acceder a esa otra esfera pública no serán observados como tales en la futura Ley del Audiovisual. Me refiero concretamente a las radios y televisiones comunitarias (es decir, los medios de la sociedad civil). Una paradoja añadida en estos tiempos de gobernanza y de "ciudades del conocimiento" es que esos "otros" medios de comunicación no sean reconocidos por lo que son, a pesar de estar presentes. Hablando del estado de salud de la democracia, resulta patológico (más que paradójico) que los medios comunitarios sean sometidos a una regulación que, o bien los convierte en ilegales, o bien los reduce/seduce como "actividades privadas". En ese último caso, se les reserva el espacio que ocuparían los parterres del hotel de cinco estrellas (por continuar con nuestro símil urbanístico). Otra cosa sería concebirlos como una plaza abierta que comunique mundos, culturas y conocimientos. Quizá sea tiempo de que nos quitemos la etiqueta de turistas-clientes-consumidores-audiencias y digamos algo al respecto.

Anna Clua es profesora de Ciències de la Comunicació, UAB y miembro de la Assemblea per la Comunicació Social.

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