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El discurso de la desafección

Se está hablando mucho estos días del discurso del odio. Unos jóvenes, militantes de un partido nacionalista, se encadenan a la puerta de una emisora a la que acusan de practicar el discurso del odio. En el bando contrario, desde esa misma emisora se venía acusando a dicho partido de practicar también el discurso del odio. Por su parte, los partidos políticos, con algo más de sutileza, pero no mucha, también llevan cierto tiempo encenagándose en un discurso parecido. A propósito de la LOE, del Estatuto de Cataluña, del terrorismo, de lo que sea. Es lo que ahora llaman la crispación. Hay quien compara la situación con la que precedió a la guerra civil durante la II República: es un disparate. Mas tampoco sirve de nada mirar para otro lado y esconder la cabeza en el agujero. En este país está pasando algo que no ocurría antes y los ciudadanos normales tendremos que intervenir. Sí, lo han oído bien: esa gente, que se supone que nos representa y que nos informa, se está pasando, hace tiempo que ni lo uno ni lo otro, y algo tendremos que hacer. Lo primero que quiero decir es que intervenir no significa tomar partido. Una de las características viciadas de la situación que comento es precisamente esta: que ya no caben términos medios, matices o componendas, que a uno le piden imperiosamente que se defina, que diga si está con los unos o con los otros, si odia a estos o a aquellos. Pero uno, como ciudadano, siente que, en realidad, ni acaba de amar a los que se le parecen -los conoce demasiado bien- ni tampoco puede llegar a odiar a los que no se le parecen -conoce a algunos de entre ellos y encuentra que también tienen sus cosas buenas-. Intervenir significa forzar una situación viciada para que las aguas vuelvan a su cauce. Significa volverles la espalda un rato hasta que dejen de portarse como niños irresponsables. ¿Es una llamada a la desobediencia civil? No llega a tanto, pero sí es una invitación al desasimiento ideológico. Las ideas conviven, se modifican unas a otras, entran en complejas relaciones de amalgama. Las ideologías sólo pueden enfrentarse, pues debajo no hay propuestas, sólo consignas. He aquí una de las consecuencias más clamorosas de la desastrosa ley electoral que padecemos. Luego se quejan de los tránsfugas. Es que a los ciudadanos no nos gusta votar a muñecos colgados de un programa electoral que nadie lee, lo que nos gustaría es votar a candidatos de carne y hueso, a éste y a aquélla, no a unas siglas monolíticas. Pero nadie parece atreverse a ponerle el cascabel al gato. Y mientras esto siga así, la política, simplemente, nos seguirá resbalando.

Por desgracia, no somos del todo inmunes a sus soflamas. Es verdad que no nos impresiona el discurso del odio, de los odios respectivos. No obstante, hay que ser ciego para dejar de reconocer que algo se está filtrando hasta el ciudadano corriente, y es lo que podríamos llamar el discurso de la desafección. Tanto va el cántaro a la fuente, tanto te bombardean los titulares de los periódicos y las cuñas audiovisuales que, al final, aunque no odies al otro, dejas de tenerle afecto. El odio es lo que había hace tres cuartos de siglo en España: era un odio enquistado y antiguo, un odio resultante de diferencias sociales abismales, de hambre para unos y exhibición impúdica de riquezas para otros. Ahora no es así, somos un país de clases medias y resulta ridículo pretender que nos odiamos. Ahora es fácil practicar el vive y deja vivir. Pero un país, una sociedad no pueden sostenerse simplemente en la ausencia de odio. Un país necesita afecto mutuo. Con chistes de vascos y de andaluces, de catalanes y de gallegos, de valencianos y de castellanos, pero con afecto. No nos vengan con monsergas. Podemos discutir si este país debería parecerse a Alemania o a Suiza, si el modelo de organización territorial debería ser como el de la una o como el de la otra. Incluso merece la pena preguntarse si no sería mejor parecernos a Italia o a Francia. Pero estas discusiones sólo tendrán sentido por relación a unos ciudadanos que sienten que lo que les une es más fuerte que lo que les separa. Eso es lo que sienten los alemanes, los franceses, los italianos y los suizos.

¿Y nosotros? Nosotros estamos desorientados porque el discurso de la desafección se ha instalado en el sofá de nuestro cuarto de estar, en la barra del bar, en la cola del autobús. De repente oímos que los catalanes son tal y cual y que estas Navidades hay que boicotear el cava. O se nos dice que los vascos son amigos de los terroristas ya que se empeñan en hablar en esa lengua incomprensible, sin duda para insultarnos sin que nos demos cuenta. O, también, que los aragoneses son unos egoístas que nos quieren cerrar el grifo y se niegan a dar agua para todos. Algunas veces el discurso de la desafección es más refinado, pero no menos irritante: por ejemplo, hay quienes a España se obstinan en llamarla el Estado, como si no existiese desde el siglo XVI (he llegado a oír frases como "en Alemania, en Francia y en el Estado en el que estamos"). También hay quienes juegan desconsideradamente con las cifras de los impuestos para reclamar el oro y el moro al fondo común, olvidando aposta que, en el capítulo de beneficios, entran también los que se derivan de la unidad del mercado, la cual sólo es posible si España existe como algo más que un puzle ocasional.

¿Habríamos llegado adonde lo hemos hecho si cada cierto tiempo no hubiera que votar a unos señores que propalan tales asertos? Lo dudo: si hablan como lo hacen es porque creen que así los votarán. Y si ciertos medios de comunicación les jalean con entusiasmo es porque esperan sacar beneficios de su apuesta política. Mas la solución, obviamente, no está en dejar de votar ni en leer sólo los horóscopos y el pronóstico del tiempo. Los que pasamos del medio siglo sabemos demasiado bien a lo que conduce el absentismo político. La solución está en votar y en escuchar sólo a los que no nos incitan al odio y en dar la espalda a los que lo hacen. Exigir que sus programas sean de cohesión y no de desunión, de afecto y no de desafecto. Terminar cuanto antes y como sea con este discurso de la desafección que gota a gota, insidiosamente, está corroyendo los cimientos de nuestra convivencia multisecular. Multisecular, sí: de unos cuantos siglos, como en Francia y en Reino Unido y muchos más que en EE UU o en Italia, pero tampoco inamovible o eterna. Y si los que en este momento están al frente de los partidos y de los medios no entran en razones, que los cambien. Porque para largarnos discursos desafectos no nos hacen falta: nos basta con la vida diaria, que ya nos trae bastantes sinsabores de suyo.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universitat de València. (lopez@uv.es)

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