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Columna
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La escoba

Las droguerías son un conjunto de buenas intenciones. Tienen olor a mañana optimista, a farmacia doméstica, a turbación higiénica. Salgo de la tienda con mi lista de la compra satisfecha, demasiado satisfecha, con una escoba ingobernable y cinco bolsas de plástico de las que se clavan en las manos. No conviene pasarse nunca, ni a la hora de ceder a la depresión de la suciedad, ni al impulso de acumular productos de limpieza. Resulta más prudente vivir los acontecimientos diarios con humor, sin el dogma de las soluciones definitivas, los tribunales de la Inquisición y las purezas étnicas. Un detergente es una necesidad, no un estilo de vida, y las suciedades bien pueden valorarse como inevitables consecuencias de la realidad, que tiene piel y acostumbra a sudar, y no como una invitación al abandono. El humor evita que nuestras ideas se pudran en las sacristías de la obsesión. Gracias a un golpe de humor de Jaime Gil de Biedma, he aprendido a tratar con respeto a las escobas, pero colocándolas en su sitio y a su hora. Siendo yo estudiante, apasionado de la literatura y de la política, asistí en Granada a un recital de poemas de Jaime. Eran los años setenta. Todavía recuerdo la emoción con la que oí en su voz Pandémica y Celeste, un poema memorable, capaz de contagiar su verdad ética y estética, que me sigue poniendo la piel de gallina después de haberlo leído mil veces y en mil situaciones. Para abrir el coloquio, un oyente preocupado por el catecismo dogmático le preguntó al poeta su método para controlar el sentido ideológico de los versos. Jaime pasó en un segundo de la irritación al buen humor, y contestó que si, además de pensar en las palabras, en las imágenes, en la música, en el desarrollo de la historia y en la estructura del poema, estaba obligado a controlar la corrección ideológica de lo que necesitaba decir, también podía meterse una escoba por el culo para ir barriendo el suelo de la habitación mientras escribía.

Aquella salida ingeniosa, con su pizca de irritación y de ordinariez, me enseñó de golpe la distancia que el humor establece ante los dogmas propios y ajenos. Es la única forma de que nuestros ojos no se cierren por mandato de la superioridad, incapaces de ver los matices del mundo. Hay demasiada gente que vive con una escoba en el culo, muy enderezada por el impacto interior de su dogma, con los hombros encogidos y los ojos cerrados. Viven al servicio de su catecismo, de sus mandamiento, sectarios por obligación íntima de supervivencia, ya que necesitan huir de la debilidad de sus principios, que se diluyen en cuanto entran en contacto con la realidad. Da igual lo que vean y lo que oigan. Son como periodistas crispados que, en vez de informar, cumplen órdenes y participan de la narración de una verdad inexistente, ese lugar figurado en el que coinciden los creyentes beatos y los cínicos. Las escobas están bien en las manos, a la hora de barrer la casa, pero hay que olvidarse de ellas cuando escribimos, leemos, discutimos de política, de identidades nacionales, de credos patrióticos o religiosos. Me río de mí mismo al verme en el espejo del ascensor, cargado de productos de limpieza y con una escoba en la mano izquierda. Jaime vuela sobre el tiempo y la muerte en una escoba de bruja, y se ríe conmigo.

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