Hacia una alianza de las civilizaciones
En 1950, el historiador británico Arnold Toynbee bautizó su gran obra con un título fascinante: Guerra y civilización. En su interpretación de las civilizaciones destacaba un supuesto esencial: la guerra. Señalaba, en efecto, que en el inicio y el fin de las civilizaciones existe siempre, de una suerte u otra, la guerra.
Casi cuarenta años después, en el verano de 1989, Francis Fukuyama, un profesor estadounidense incorporado a la Secretaría de Estado y la Rand Corporation, publicó un artículo que tuvo audiencia universal: El fin de la historia. Fukuyama proclamaba el fin de la historia, teniendo en su cabeza, como memoria, a Hegel. El fin de la historia gravitaba sobre una visión global: que la democracia y el mercado constituirían un nuevo consenso de legitimidad y, en consecuencia, que ni Marx ni los modelos totalitarios podrían superar ni impedir ese proceso.
El derrumbe del Muro de Berlín ese mismo año y la disolución posterior de la Unión Soviética, con la incorporación de los países del Este a las economías de mercado, depararon a Fukuyama una gloria efímera sobre el fin de la historia, y su antítesis real: la irreprimible marcha de la historia hacia nuevas y poderosas contradicciones. Tres años después, Fukuyama tuvo que escribir el libro El fin de la historia y el último hombre, en el que intentó matizar sus ideas, orientando su análisis hacia la legitimidad como concepto esencial de la política y, posteriormente, hacia la revolución biogenética.
La mención a textos tan explosivos nos conduce, ineludiblemente, al ensayo que Samuel Huntington publicara en 1993, El choque de las civilizaciones, artículo que causó un estallido polémico similar al de Fukuyama. Y si el derrumbe de los muros berlineses propició una breve gloria a Fukuyama, los atentados contra las Torres Gemelas lograron elevar a toda una nueva categoría "el choque de las civilizaciones". Huntington mantenía la tesis de que, al finalizar la guerra fría, las contradicciones de las civilizaciones reemplazarían a las ideologías como factor decisivo de los conflictos internacionales; pero se deslizaba, en tal hipótesis, una interrogación importante: ¿cómo construir la paz americana en un sistema unipolar? Dicho de otra manera, la pregunta sería: ¿cómo imponer, entre el equilibrio y el imperio, un proyecto consensuado de paz universal?
Huntington fue más allá con otro libro, ¿Quiénes somos? El desafío a la identidad nacional americana, en el que plantea el dilema estadounidense como originado por una grave perturbación cultural derivada de las poblaciones hispánicas y, sobre todo, del flujo migratorio mexicano. Esas poblaciones, según el autor, contradicen la trilogía sacra de la identidad estadounidense: blancos, anglosajones y protestantes.
Sin percibir siquiera su propio fundamentalismo, Huntington niega, con su tesis, a los Estados Unidos, porque las civilizaciones -incluida la estadounidense- han sido el fruto histórico de grandes mestizajes culturales. De ahí que su fracaso en Irak gravite sobre esa perentórica incapacidad para entender, comprender y asumir quién es el otro como sujeto histórico de una civilización que hizo posible, entre otras cosas, que en el siglo VIII Bagdad fuera bautizada como Medina al Salam, es decir, la Ciudad de la Paz.
Al revés del choque de civilizaciones, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió en 2001 establecer, como antítesis, el Programa Mundial para el Diálogo de las Civilizaciones. Enfrentaba así a la barbarie del atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre con una tesis fundada en la capacidad humana para explorar, frente al determinismo del terrorismo y la reacción imperial, un análisis más racional. Pero en el centro del debate cultural gravita también la necesidad de afirmar, frente a la simplificación que niega nuestra complejidad existencial, una variable no sólo racional, sino también ética y moral.
Rousseau, en su Émile, definía en una frase admirable la esencia del problema: "Quiero aprender a vivir". Parecería, sin embargo, que el ensayo existencial de nuestro tiempo plantea lo contrario: aprender a matar masivamente, como si el otro no existiera o no debiera existir.
Antes de la invasión a Irak, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas tuvo que aceptar el verdadero significado del debate sobre la paz y la guerra. Un debate atrapado, desde el inicio, en un cuestionamiento de relevante significado moral: ¿existían causas objetivas, probadas, indiscutibles, evidentes, para desencadenar la guerra contra Irak bajo el supuesto de poseer armas de destrucción masiva? Las pruebas insuficientes, la imposición de una tesis sin su comprobación y la conclusión posterior, de que si no existían las armas de destrucción masiva, al fin y al cabo el mundo estaba mejor sin Sadam Husein, hicieron retroceder la historia de la humanidad a la barbarie. Es poco disputable decir que el vacío ético que ha dejado ese impulso destructor nos obliga, sin equívocos, a defender contra viento y marea el proyecto que el presidente del Gobierno español ha replanteado como alianza de las civilizaciones. Pero no sólo ritualmente, sino porque frente a la idea de la confrontación, es decir, frente al choque de las civilizaciones, es indispensable defender la identidad humana común, plural, compleja y mestiza. Identidad inseparable de la aventura del hombre por encontrar soluciones solidarias.
El imperativo moral de las democracias es que éstas no pueden ser una bandera para las conquistas, sino una bandera para la convivencia y la tolerancia. No existe, pues, el fin de la historia, sino lo contrario: la historia tiene que hacerse cada día, y tanto mejor si se asume que sólo desde el conocimiento se pueden afrontar las complejidades del existir.
Las universidades, como centros generadores y difusores del conocimiento, habrán de ser fundamentales en la construcción de esa historia que viene.
Por eso no podemos aceptar, como última razón, el choque de las civilizaciones; pero sí al revés: el diálogo y la alianza entre civilizaciones.
Es necesario reconocer también que la Universidad, a escala global, ha de ser la memoria colectiva y crítica de un planeta común. El hombre y la mujer del siglo XXI habrán de entender que el terrorismo suicida no es la expresión del islam ni de una civilización frente a otra. Es, en el fondo, una forma primaria y trágica de una catástrofe ideológica y social que no quiso advertir que la libertad sólo se realiza en la solidaridad y que sin la solidaridad la libertad se vacía de su validez universal. Somos libres porque somos solidarios.
Vuelvo a Toynbee, quien conversaba en 1963 con su hijo Philip, cuando éste le hizo, a quemarropa, una apremiante pregunta: "¿Crees en Dios?". A lo que Toynbee contestó: "Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios". Me parece que esas palabras son hoy esenciales para el diálogo y la alianza entre civilizaciones. Las sugiero a manera de reflexión para avanzar en el tema. Respaldar la alianza de las civilizaciones es negarse a admitir que la guerra es la solución a un problema mal presentado y mal defendido, que no sólo distorsiona gravemente la realidad, sino que favorece la expansión de la violencia, y lo que es peor, hace de la violencia un mundo inédito para los suicidas a través del terrorismo.
Juan Ramón de la Fuente es rector de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fragmentos del texto leído en la Universidad de Alcalá durante su investidura como doctor honoris causa el pasado lunes 21.
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