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Columna
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Parte engañoso

Alguien debería tomar cartas en el asunto en defensa de la genuina, más importante y quizás única industria española que funciona: el turismo. No hablo de las beneméritas suecas de los años 60, hoy abuelas, origen de nuestro bienestar y de malísimas y exitosas películas sobre el tema. Los beneficios en la balanza de pagos son también reflejo de la evidente y duradera prosperidad que azota a la sociedad, tomando el verbo en su acepción literal. El ansia encarnizada de viajar de un sitio para otro agita a nuestros compatriotas y les hace felices como en tiempo otro alguno, sobrellevando innumerables dificultades. Carreteras atiborradas de vehículos que mansamente asumen kilométricos embotellamientos, listas de espera y demoras inexplicables en los aeropuertos; plétoras en los ferrocarriles y autobuses son fenómenos aceptados con resignada tenacidad. El españolito, ante la perspectiva de un puente laboral se mueve, consume y desparrama la riqueza a lo largo de la geografía.

Los planes pueden venirse abajo, las ilusiones frustradas y el sector hotelero dañado por causa de los boletines meteorológicos que con enorme irresponsabilidad se difunden a través de los medios de comunicación. La última semana de octubre fue claro ejemplo. Me desplacé al Norte, por asuntos personales y bajo los peores augurios climáticos: lluvia, tormentas, frío y vendaval huracanado. En el litoral asturiano -e imagino que en el resto de la cornisa- fue así en algunos, muchos lugares, aparecieron las nubes, sopló el viento, como es su obligación otoñal, pero no en todas partes ni todos los días. Fueron más las jornadas apacibles -con excepción del último día del mes que concluía y el primero de noviembre. Llovió algo en algunos territorios, limpiando la atmósfera, sacando brillo a las hojas perennes de los robles, reavivando el verde de los prados, en contra de los pronósticos adversos y descorazonadores que afectaron a quienes deseaban llevar a cabo el feliz proyecto de cambiar de aires.

En los remotos tiempos citados solía visitar con frecuencia las Islas Baleares y recuerdo la consternación y la ira de los promotores turísticos cuando los estólidos partes meteorológicos anunciaba mal tiempo generalizado. Algunos hoteleros avanzaron la posibilidad de sobornar a los pocos "hombres del tiempo" que les arruinaban con sus inexactas previsiones, como si dependiera de su perverso capricho. Otros, más radicales, sugerían el contacto con las mafias napolitana o marsellesa para atemperar los pronósticos. Aquellas playas levantinas y andaluzas sobrevivieron a los adversos cálculos.

La meteorología debería ser una ciencia casi exacta, dados los medios de que dispone, desde los satélites específicos hasta el Calendario Zaragozano; no es así y de ello tienen desastrosas pruebas las zonas caribeñas o monzónicas con la proliferación y virulencia de los ciclones, quizás disgustados con el frívolo desdén con que son bautizados. Entre los años 1948 y l951 -carezco de ánimo para la precisión- un terremoto sacudió la región de Madrid con benévola intensidad: oscilaron las lámparas de techo, cayeron vasos de los vasares y algunos muebles se desplazaron levemente. Era, a la sazón, joven reportero del diario Madrid y el redactorjefe, al comprobar que no había otro plumilla disponible, ordenó: "Vaya usted al Observatorio y recoja toda la información posible". Algo escueto, como el "mensaje a García", el cabecilla mambís. El importante Departamento estaba -y sigue hoy- en la esquina meridional del Retiro y allí dirigí los pasos. Oprimí el timbre de la puerta, sin resultado inmediatos. "El epicentro ha debido estar aquí y no hay supervivientes", pensé. Al cabo de unos minutos escuché una voz malhumorada y lejana: "¡Ya voy!". Ante mi solicitud de información sobre el fenómeno sísmico, el arisco sujeto contestó desabridamente: "No hay nadie. ¿Es que no se ha enterado? Están todos en la boda de la señorita Mercedes". Deduje que la desposada era una feliz funcionaria que ese día cambiaba de estado civil.

Juro que, más o menos, así sucedió, aunque tenga poco que ver con el hodierno servicio, cuya supuesta autoridad cobija a los meteorólogos de la tele. Sería conveniente afinar mejor, parcelar los datos, clasificarlos por territorios o autonomías -tan bien dotadas económicamente- en beneficio del imprescindible y providencial turismo y del inalienable derecho de los ciudadanos a conocer el tiempo que va a hacer mañana.

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