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Columna
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La paja en el ojo ajeno

El transfuguismo es una práctica tan repulsiva como imposible de atajar. Como el lector con seguridad recuerda, han sido ya varias las ocasiones en las que los partidos políticos han suscrito pactos antitransfuguismo, sin que tales pactos hayan puesto fin al mismo.

No creo que quienes negociaron dichos pactos no lo hicieran de buena fe y que la preocupación de todos ellos por acabar con el transfuguismo no fuera genuina. Ocurre simplemente que los partidos no disponen de los instrumentos necesarios para atajar dicha práctica. Lo más que pueden hacer es amenazar a los concejales que sean militantes con la expulsión y eso, como acabamos de ver en Gibraleón (Huelva) y como hemos visto antes en múltiples ocasiones y seguiremos viendo con seguridad en otras muchas, no sirve para disuadir a los transfuguistas.

Ocurre simplemente que los partidos no disponen de los instrumentos necesarios para atajar el transfugismo

El poder de las direcciones de los partidos es casi absoluto a la hora de confeccionar las listas y decidir, en consecuencia, quien va a ser concejal, pero dicho poder disminuye muy notablemente e incluso llega a convertirse en nulo una vez que quienes figuran en las listas han accedido a la condición de concejal. A partir de ese momento la titularidad del escaño es suya a lo largo de los cuatro años que dura el mandato, sin que las direcciones de los partidos puedan hacer nada para arrebatársela. Frente a esta realidad, los pactos suscritos por las direcciones de los partidos pueden poco.

Hubiera podido no ser así. El legislador que inicialmente reguló las elecciones municipales tras la aprobación de la Constitución de 1978 previó, con buen criterio, que el militante del partido que había sido elegido como concejal, dejaba de serlo en el caso de que fuera expulsado del partido en cuya lista había figurado como candidato. Con un buen conocimiento de la condición humana y de la realidad del mapa municipal de nuestro país, el legislador se malició que no sería infrecuente que los concejales pudieran caer en alguna de las tentaciones que con seguridad les asaltarían en el ejercicio de su función. De ahí la cláusula antitransfuguismo que se incorporó a la ley. Puesto que la tentación inevitablemente aparecería en algún momento a lo largo del camino, mejor era disponer de un instrumento que pudiera evitar que se sucumbiera a ella. Este era el sentido que tenía el artículo 11.7 de la Ley 39/1978, de Elecciones Locales.

Tal precepto sería declarado anticonstitucional en la STC 20/1983 y desparecería, en consecuencia, de nuestro ordenamiento jurídico. La sentencia no fue dictada por unanimidad, sino que tuvo un voto particular suscrito por dos magistrados, que no solo no entendían que el precepto fuera anticonstitucional, sino que avisaban del riesgo que se corría al suprimir esa cautela. Pero la mayoría del Tribunal Constitucional entendió que el precepto era incompatible con el derecho de participación política tal como está reconocido en el artículo 23 de la Constitución y obró en consecuencia.

Creo que no fue una buena decisión. Lo mejor es enemigo de lo bueno, dice la sabiduría popular. Y creo que este es un caso en el que se confirma. Idealmente pueden cabe pocas dudas de que, como dice la sentencia a la que me estoy refiriendo, "el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de representantes" debe excluir que "los representantes puedan ser privados de su función por una decisión que no emana de los propios electores". Pero llevar hasta sus últimas consecuencia este principio en un mundo municipal del que forman parte decenas de miles de concejales, que pueden tomar decisiones con una repercusión patrimonial inmediata de mucha envergadura, es jugar con fuego. La condición humana es la condición humana y es positivo que el legislador tenga una razonable desconfianza hacia quienes van a ocupar posiciones representativas, sobre todo cuando el el desempeño de las mismas la adopción de una determinada decisión puede tener un valor económico muy alto. Esto ocurre en la representación municipal de una manera mucho más acusada que en la representación parlamentaria. De ahí que la cautela del legislador de 1978 estuviera más que justificada y que, en mi opinión, cupiera dentro de la Constitución. Pero como el Tribunal Constitucional no lo entendió así y es él el que tiene la autoridad para interpretar de manera vinculante la Constitución para todos, pues no hay nada que hacer.

Quiere decirse, pues, que con el transfuguismo vamos a tener que seguir conviviendo. No se si es una suerte o una calamidad que el transfuguismo se practique en todas las direcciones y que no sea patrimonio de una sola opción política. Como hemos tenido ocasión de ver en las informaciones que han transmitido los diversos medios de comunicación, los casos de transfuguismo, en el sentido propio del término, como el de estos últimos días de Gibraleón, o en el impropio, pero no menos grave, de excepcionar la vigencia de unos pactos de gobierno municipal, como ocurrió a comienzo de esta legislatura en el municipio de Camas (Sevilla) con los resultados sobradamente conocidos, han sido variados. No es verdad que el caso de Gibraleón sea el único ni siquiera que sea sustancialmente distinto a los que se han producido en otros municipios andaluces o españoles. No es siquiera el más grave de todos los que se han producido. Por eso no se entiende muy bien la desmesura de la reacción de la dirección del PP en este caso. Solo desde una hipocresía extrema se puede presentar la moción de censura de Gibraleón como un caso único del que no hay precedentes en el municipalismo democrático español. Un partido que tanto presume de sus raíces católicas, creo que haría bien en recordar la parábola evangélica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Simplemente para mantener algo de credibilidad.

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