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Columna
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Vidas desperdiciadas

Mientras leo el desgarrador libro de Zygmut Bauman que lleva ese mismo título (Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias) viene de nuevo a mi memoria el artículo escrito por Richard Rorty hace casi diez años que se titulaba ¿Quiénes somos? Universalismo moral y selección económica y del que nunca consigo olvidarme desde que el amigo Manolo Nieto lo puso en mis manos. Ambas reflexiones vienen a coincidir en lo básico: en el mundo actual no se trata tanto de reflexionar acerca de cuántos individuos somos sino de quiénes somos nosotros y cuántos son ellos. Y parece que en este mundo actual cada vez hay más población y menos ciudadanos. Más seres humanos que no cuentan, que no son necesarios, que son perfectamente prescindibles, que no pertenecen a la misma "comunidad moral", que bien pudieran ser considerados como residuos humanos alojados (o arrojados) en los vertederos tradicionales o en otros de más reciente creación. Con la particularidad añadida de que ellos, situados extramuros, son cada vez más, y nosotros, encerrados en nuestras recrecidas "fortalezas", no alcanzamos a entender la profundidad de los procesos hoy en curso y sus consecuencias en los Cuatro Mundos en los que nos agrupamos.

El propio Rorty sugiere utilizar el término triage para proponer su reflexión sobre el ellos y el nosotros. Un término ciertamente adecuado porque evoca significados similares en francés e inglés y a la vez es muy parecido a nuestro destrío en castellano. Cierto que con algunos matices interesantes: los diccionarios castellanos lo asocian al proceso de separar granos o frutos; los ingleses lo utilizan igualmente para clasificar de acuerdo con la calidad, pero también para expresar el hecho de decidir el orden a la hora de proporcionar tratamiento a personas heridas o enfermas; los franceses, en fin, también refieren el hecho de clasificar, pero un posible significado lo asocian al hecho de separar o agrupar vagones de tren para formar convoyes. Rorty se inclina por el segundo de los significados en inglés y plantea el dilema moral de qué hacer en el caso de que sólo pudieran ser atendidos (o alimentados, o curados, o provistos de necesidades básicas) sólo algunos de nosotros. Como metáfora yo prefiero la acepción francesa de la separación de vagones para formar convoyes. Y la cuestión esencial, que tanto desconcierta, bien podría ser formulada de la siguiente manera: en esta especie de destrío social global que opera a varias escalas, las personas apartadas que viajan en vagones situados en vía muerta son más que los que quedamos en el vagón de los elegidos. Y van a ser aún más en las próximas tres décadas, porque más del 95% de las personas que han de nacer lo harán en tres de los Cuatro Mundos posibles: el Tercer Mundo tradicional, el llamado Segundo Mundo integrado por los restos del la ex Unión Soviética y satélites o el Cuarto Mundo, aquél que viaja en el "quinto vagón" de nuestras sociedades opulentas.

Si uno analiza con cierto detenimiento algunos de los informes más recientes sobre la situación de las poblaciones del mundo puede entender las razones del desconcierto hoy reinante en instituciones, en gobiernos, en organismos no gubernamentales, en instituciones financieras globales y en la propia ciudadanía. Nunca como ahora, al menos desde la década de los cincuenta del siglo XX, han proliferado tantas referencias a palabras que empiezan por des (desestructuración, desconfianza, desesperanza, desarraigo, desintegración, desconcierto) casi siempre asociadas a algunos de los procesos que la globalización ha propiciado (deslocalización, desindustrialización, desregulación...).

Los datos dejan pocas dudas y escaso margen para la esperanza. No hay más que leer con atención el Informe sobre Desarrollo Humano 2005, editado por Naciones Unidas, para constatar los escasos avances y los incomprensibles retrocesos. La mayor parte de las brechas entre ellos y nosotros se agrandan y los grandes objetivos dejan paso a niveles de desigualdad tan obscenos como injustificables. En cuanto a los países desarrollados, no hay más que releer algunos informes recientes sobre exclusión social o sobre el binomio inmigración-exclusión/segregación, para entender las periódicas explosiones sociales en algunas de nuestras ciudades.

Los espacios extramuros no se corresponden ya únicamente con la tradicional distinción Norte/Sur, sino que los nuevos espacios en blanco, las nuevas tierras incógnitas, los vertederos de residuos humanos, se ajustan a territorios, grupos de población y personas que, con independencia del lugar, están más o menos conectadas a los procesos globales de integración selectiva. Naturalmente, sigue habiendo escalas, pero puedes quedar extramuros tanto en Marruecos, Kenya, Brasil, Guatemala, Rusia o Kazajstán, como en un barrio de Detroit, de París, de Hamburgo, de Madrid o de Valencia.

El hecho verdaderamente nuevo es que a diferencia de épocas precedentes, miles de millones de personas en los países más pobres y en los llamados países de capitalismo pobre no tienen esperanza de que sus vidas progresen. No son necesarias y no lo van a ser en el futuro. Se hacinan en las ciudades integrando un éxodo rural incontenible de magnitudes hasta ahora desconocidas, en gran medida provocado por el mismo proceso de modernización selectiva de las zonas rurales. Muchas de esas personas ya están muertas aunque aún vivan y aunque ellas no lo sepan. En cuanto a los países desarrollados, sugiero una lectura de los estudios monográficos sobre la inmigración en Europa, como por ejemplo los publicados por la Fundación la Caixa o los recientes informes hechos públicos por la European Network Against Racism (ENAR), para entender cómo esta segunda modernidad también ha dejado en vía muerta a su "quinto vagón" en el que viaja casi la cuarta parte de la población total de nuestras sociedades. Una vía muerta donde la ausencia de referentes, de valores positivos y de alternativas son expresión del fracaso del Estado y explican la frustración y la anomia social.

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La cuestión es qué hacer para que las tesis de Rorty o Bauman no anuncien situaciones estructurales en las que 800 millones de ciudadanos encerrados en sus fortalezas contemplen y ¿contengan? al resto de poblaciones situadas en esa especie de nuevos límites políticos, económicos, sociales o culturales, tanto da. O para que no se avance más en la construcción de muros culturales entre grupos de población y entre personas que deriven en la creación de espacios de exclusión, en caldo de cultivo para brotes xenófobos o en campo abonado para que la religión acabe siendo, como estrategia de repliegue identitario, la expresión política del resentimiento.

Joan Romero es catedrático de Geografía Humana en la Universidad de Valencia.

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