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El espacio euromediterráneo, 10 años después

El 27 y el 28 de noviembre de 1995 se reunía en Barcelona, bajo presidencia española, la Conferencia Euromediterránea en la que participaron los ministros de Asuntos Exteriores de los 15 países comunitarios y de 12 países ribereños no comunitarios distribuidos en Países del Sur y del Este del Mediterráneo (PSE) -Argelia, Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Marruecos, Siria, Túnez y Autoridad Nacional Palestina- y Países Terceros Mediterráneos (PTM) -Turquía, Malta y Chipre-. La ausencia más notable fue la de Libia -bajo el embargo impuesto por Naciones Unidas en 1992 por sus responsabilidades en el atentado de Lockerbie (1988)-, que, sin embargo, es observador oficial del Proceso de Barcelona, y la de los países de los Balcanes, que una semana antes acababan de aceptar los Acuerdos de Dayton que pusieron fin a la guerra que siguió a la descomposición de Yugoslavia.

La conferencia fue la culminación de un largo proceso iniciado a mediados de los sesenta que expresaba la voluntad europea de definir una política mediterránea propia más allá de los intereses de las grandes potencias del momento (EE UU y URSS). La Declaración de Barcelona fijó los principales objetivos de dicha política en tres ámbitos. El económico, que fijaba para el 2010 el establecimiento de "una zona de libre comercio" en el espacio mediterráneo y la coordinación de la cooperación económica y financiera para conseguir "un desarrollo socioeconómico sostenible y equilibrado". El social y cultural, que pretendía impulsar el diálogo y los intercambios interculturales, la lucha contra la pobreza, la intolerancia y el racismo, el respeto entre las culturas y las religiones, la mejora de las condiciones de salud y bienestar y la regulación y protección de la emigración y de los derechos de los emigrantes. Y el de política y seguridad, que perseguía consolidar los valores democráticos y las libertades, el respeto a los derechos humanos y de autodeterminación de los pueblos, el Proceso de Paz en Oriente Medio, la lucha contra el tráfico de estupefacientes, la delincuencia internacional y la corrupción, y promover la seguridad regional impidiendo la proliferación de armas de destrucción masiva y adoptando medidas de confianza y seguridad destinadas a crear un "espacio de paz y estabilidad en el Mediterráneo". El proceso de Barcelona tuvo su continuación en las distintas conferencias celebradas en Malta (abril de 1997), Stuttgart (abril de 1999), Marsella (noviembre de 2000), Valencia (abril de 2002), Nápoles (diciembre de 2003) y Luxemburgo (mayo de 2005).

En los 10 años transcurridos desde 1995, la UE ha desembolsado casi 9.000 millones de euros destinados a implementar los distintos objetivos fijados en Barcelona. No hay duda de que hoy el espacio euromediterráneo es una realidad mucho más consolidada que hace una década y que los intercambios culturales, universitarios y humanos se han incrementado de manera notable. Asimismo, la inversión y la cooperación europeas han posibilitado un desarrollo en los países mediterráneos no comunitarios sin precedentes (la diferencia en PIB por habitante entre la media de los países comunitarios y los no europeos se ha reducido, aunque persisten fuertes desigualdades entre estos últimos, lo que se traduce en una mayor diferencia entre los países comunitarios y los menos desarrollados). También se han dado pasos importantes hacia la implantación de un área de libre comercio, a pesar de la insensata Política Agraria Comunitaria (PAC), que sigue penalizando los productos procedentes del sur, que muchas veces son fruto de las inversiones europeas. Igualmente, la Asociación Euromediterránea (AE) ha promovido "la creación de instancias de deliberación, como la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea, y ha puesto en marcha la Fundación Anna Lindh para el Diálogo entre las Culturas, inaugurada en 2005 en Alejandría", destinada a promover la participación de las organizaciones de la sociedad civil en los intercambios culturales en el Mediterráneo (Euromed: http://www.euromedbarcelona.org/).

En el balance deben incluirse también, sin embargo, evoluciones negativas como la todavía gran disparidad en los niveles de desarrollo entre el norte y el sur del Mediterráneo; la escasa o nula articulación comercial entre los países mediterráneos no europeos (en el Magreb el comercio interregional representa sólo en torno al 3% del total); la incapacidad para regular y absorber los crecientes flujos migratorios sur-norte; la lentitud -y en ocasiones retroceso- en las cuestiones relacionados con los derechos humanos y las libertades fundamentales en los países no comunitarios, y la creciente inestabilidad en el Mediterráneo Oriental. Obviamente, no todo ello es responsabilidad de las políticas mediterráneas europeas. En el último de los factores apuntados -sin olvidar las posiciones mantenidas en su momento por los gobiernos de Blair, Aznar y Berlusconi-, la responsabilidad corresponde a los que de manera unilateral iniciaron una guerra ilegal que, si bien tuvo como efecto acabar con la dictadura de Sadam Husein, ha propiciado la degradación violenta de Irak, ha demostrado su ineficacia dando alas y argumentos al terrorismo internacional -que de manera dramática hacía acto de presencia en Europa con los atentados de Madrid y Londres- y ha introducido en Oriente Medio un factor de inestabilidad política y militar de consecuencias imprevisibles para los países de la región (especialmente para Siria, Líbano e Irán). Tampoco la evolución política reciente de Egipto y los países del Magreb, especialmente por lo que respecta a las libertades fundamentales y el respeto a los derechos humanos, es motivo de esperanza. Por último, el conflicto del Sáhara Occidental sigue en el impasse en que se encontraba hace una década, eso sí, con 10 años más de sufrimiento y desesperación para la población afectada.

Así pues, la realidad queda todavía muy lejos de aquellos objetivos que se fijaron en Barcelona en 1995 y es necesario un nuevo impulso y un renovado compromiso si realmente se quiere llegar a alcanzar aquel espacio de desarrollo compartido, "sostenible y equilibrado", y de "paz y estabilidad" que se apuntaba hace 10 años. Eso es lo que pretende, precisamente, la Cumbre de Jefes de Esta-

do y de Gobierno de los países integrantes de la AE, que, con motivo del 10º Aniversario de la Conferencia Euromediterránea de Barcelona, se reunirá en la capital catalana los próximos días 27 y 28 de noviembre, bajo presidencia británica de la UE e iniciativa española, iniciativa que lamentablemente se perdió durante los gobiernos del PP por su escaso sentido de Estado y su estrecha visión de las relaciones internacionales. En estos 10 años, los países comunitarios han pasado de 15 a 25, y entre los nuevos miembros figuran dos de los PTM de 1995 -Malta y Chipre-, mientras Turquía ha iniciado ya las negociaciones para fijar las condiciones y la fecha de su ingreso en la UE, a pesar de las resistencias y cicatería de algunos países europeos y de que la decisión queda en manos de la UE aun cuando Turquía cumpliera las condiciones impuestas. El marco de 2005 es, pues, mucho más amplio -implica a 35 países, mientras que en 1995 sólo eran 27- y abre unas posibilidades de actuación potencialmente mayores. De ahí la expectación levantada por la cumbre, que cuenta ya con una relación de países terceros que también van a estar presentes (Rumania, Bulgaria, Croacia), en algunos casos como observadores (Libia, Mauritania). Sería importante que, ante las incertidumbres que se abrieron en el escenario internacional tras el 11-S, la Cumbre de Barcelona sirviera para aproximar posiciones, consolidar un espacio de diálogo, fomentar el desarrollo compartido y las políticas de consenso (multilaterales) y solidarias, y avanzar hacia mayores cotas de libertad y respeto a los derechos humanos en el espacio mediterráneo. Sin duda, a medio plazo, todo ello resultaría mucho más efectivo para hacer frente a la amenaza del nuevo terrorismo internacional que las políticas erróneas propiciadas hasta ahora por las acciones unilaterales e irresponsables emanadas del ideario neoconservador.

Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals de la Universidad de Barcelona.

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