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Mala imagen

Pablo Salvador Coderch

"La dinámica de la demanda de los pobladores actuales del barrio, básicamente inmigración de origen magrebí y subsahariana, está dando muy mala imagen". Por lo tanto, en adelante se prohibirá abrir cualquier establecimiento público imaginable que pueda sonar a morerío o a negritud. Y es que lo contrario resultaría tan absolutamente intolerable que los grupos políticos han resuelto, unánimes en su compartido rechazo, impedir la nueva implantación de locales abiertos a semejante público, sean destinados a usos "comerciales", "socioculturales" o de "restauración". En particular, la lista de usos socioculturales hiela la sangre: "comprende", dice el infame texto que vengo transcribiéndoles, "las actividades culturales, recreativas y de relación social, las que guardan relación con la creación personal y artística, y las de carácter religioso". Y por si no les hubiera quedado suficientemente claro, remata: "Se incluyen, por tanto, casas de cultura, centros sociales, bibliotecas, casinos, salas de arte y de exposición, etcétera, así como las iglesias, templos, capillas, centros parroquiales, conventos y similares".

Si la forma de afrontar la inmigración es prohibir, nos acercamos al borde del abismo, al más grosero de los racismos

Esta salvajada ha sido aprobada en un municipio catalán, Banyoles, que cualquier día de éstos podría declararme persona no grata. Y lo ha sido, insisto, no ya por el 90% de sus munícipes, sino por todos ellos, reunidos en democrático pleno. En Banyoles, acaban de descubrir que, como en Fuenteovejuna, o todos o nadie, pues a la hora de descastar culturalmente un barrio de la ciudad, aquí no se libra nadie. Esta gente, entre exasperada y enloquecida por contar ya con el 17% de población inmigrada, ha decidido de pronto comportarse como guardabosques. Alguien debería hacer algo, creo yo, pero no pienso esperar a que suceda, pues no quiero irme de este mundo ni tener que hacerlo de este país -que es el mío- sin dejar dicho que con estas cosas no se juega: la primera noticia de la "modificación puntual del texto refundido del Plan General de Ordenación Urbana de Banyoles para la regulación de usos en el barrio de la Farga", aprobada el pasado 14 de noviembre, me la dio, beatífica, la televisión del Gobierno, y su objetivo, decían sus entusiastas locutores, es cortar de raíz la posibilidad de que el barrio se consolide como un gueto. ¿De verdad? Ni en broma, vamos: la ordenanza no prohíbe que los vecinos del barrio se concentren por etnias; sólo pretende impedirles, fíjense bien, manifestar públicamente su identidad colectiva, señalizarla por cualquier medio: un magrebí o un subsahariano recién llegados podrán habitar el barrio, naturalmente, pero siempre que renuncien a emprender las actividades públicas -comerciales, religiosas o culturales- que les identifican como miembros de sus respectivas comunidades de origen. Que vivan ahí si lo desean, pero que no se les vaya a ocurrir señalizar su estilo de vida, su cultura o sus hábitos indumentarios y alimentarios con un nuevo local. Si quieren comprar cosas, que vayan al centro histórico de la ciudad y, en todo caso, confiesa la estólida y farragosa ordenanza de marras, "encontramos en el barrio (de la Farga) diversas actividades de servicios, comerciales y bares. Existe también un conjunto de actividades ligadas a la procedencia de la inmigración extranjera, como tres locutorios, tres carnicerías islámicas y cuatro comercios de alimentación general de países africanos. Sin embargo, hay que decir en este sentido que en el frente opuesto del barrio de la avenida de la Farga se ha consolidado el polo comercial del sector alimentario más importante de la ciudad, por lo cual el propio sectorya tiene perfectamente cubierto su comercio de proximidad". Acabáramos: ¿para qué han de seguir abriendo, magrebíes y subsaharianos, sus propias tiendas si ya pueden ir a comprar al híper de los blancos? Observen que hasta la perversión se reduce al absurdo, pues como la prohibición alcanza a los templos, por la misma regla de tres se podría decir que los interesados, de religión musulmana o animista, podrían ir a rezar a la parroquia católica más próxima, que alguna habrá.

Si lo que les acabo de contar no es el más grosero de los racismos, que venga Dios y lo vea. Llevo tiempo intentando llamar la atención sobre el reto que la inmigración supone para este país. Pero si muchos empiezan a creer que la forma de afrontarlo consiste en prohibir las peluquerías africanas o las tiendas de especias -por no hablar de los centros culturales o de los templos-, es que estamos llevando al país mismo al borde del abismo, al más grosero de los racismos, a la más sangrante de las discriminaciones.

Hay, en efecto, dos tipos de regulaciones sospechosas de racistas: aquellas que expresamente pretenden situar en desventaja a un grupo étnico -como la proyectada ordenanza de Banyoles- y aquellas otras neutrales en apariencia, pues no hablan de razas, pero cuya aplicación afecta desproporcionadamente a alguna de ellas, como sería el caso de un reglamento que exigiera, por ejemplo, superar una prueba de conocimiento de habilidades verbales y lingüísticas para ingresar en la policía. Las primeras resultan particularmente odiosas y sólo son válidas si superan el más riguroso de los cedazos. Pero no se me ocurre ninguna razón para defender este desaguisado: si pasamos por esto, habremos hecho algo mucho peor que dar mala imagen. Nosotros, no ellos.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra

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