Rijkaard y Butragueño
El Madrid-Barça llega en un momento de intensas susceptibilidades. Ambas instituciones reivindican su dimensión simbólica y eso contagia un maniqueísmo demagógico de buenos contra malos (o viceversa), españoles contra catalanes (o viceversa) o demócratas contra fachas (o viceversa). Cuanto más presume el Barça de banderas catalanas, más se llena el Bernabéu de rojigualdas. No basta con la competición futbolística: en lugar de defender modelos de club o de juego distintos, se insiste en averiguar quién tiene el patriotismo más grande. Para no ser menos, la maquinaria mediática añade leña al fuego o, con actitud hipócrita, adopta aires de bombero para expiar un pasado pirómano. Resultado: se insiste en azuzar el desafío de pandilla juvenil por persona interpuesta.
La distorsión simbólica que arrastran Barça y Madrid alcanza niveles tóxicos. El discurso de la junta directiva culé tiende a una variedad de amnesia que sólo subraya un único rasgo de una identidad múltiple y el Madrid presume de evangelizar el planeta con un mantra galáctico y se apodera de la simbología españolista con la misma pasión monopolística con la que cierto barcelonismo exagera su catalanidad. Este entorno, que en una tertulia doméstica puede ser divertido, se traduce en tensión en un contexto sociopolítico como el actual. Alimentar pasiones colectivas con lugares comunes fomenta la violencia más primaria y crea corrientes de opinión en las que se mezclan estatutos con boicots, victimismos arbitrales con cabezas de cochinillo, estratégicas agresividades con histriónicas legítimas defensas, ofensas con ajustes de cuenta.
Al partido le han inyectado anabolizantes que potencian el peor lado de la rivalidad. Sólo los futbolistas pueden poner las cosas en su sitio, y, en este caso, hay que aplaudir la actitud de dos jugadores no practicantes: Rijkaard y Butragueño. En lo futbolístico, el partido llega en el mejor momento. Tanto el Barça como el Madrid tienen unas plantillas en las que predomina la calidad y, además, perviven ejemplos de canteranos que reivindican el talante de sus clubes. Raúl o Puyol no engañan. Y los artistas invitados en calidad de mercenarios deslumbran con un talento desideologizado que amplía la intriga del resultado hacia Brasil, Holanda, Camerún, Argentina, Inglaterra o México. La rivalidad, motor indispensable de este y de otros negocios, adquiere toda su dimensión cuando rueda el balón y se deja en los pies de los que de verdad saben. Entonces uno recuerda cuáles son las razones por las que eligió ser culé o merengue o, si no lo eligió, homenajea a quienes nos inculcaron esta pasión hereditaria (y allí están los miles de extranjeros, sumados a una rivalidad que deja de ser local para convertirse en global).
La experiencia de un Madrid-Barça tiene más matices que nunca y, como en una buena cena, es importante que la guarnición nos deje disfrutar del sabor y del valor nutritivo del plato y que ningún exceso nos amargue una fiesta que, aunque sólo sea por razones económicas, convendría preservar. Si aceptamos que el fútbol puede llegar a ser arte, los Madrid-Barça deberían declararse Patrimonio de la Humanidad.
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