Populismos
El proceso puede describirse así: se crea un clima de crisis de los fundamentos imaginarios de las instituciones (la unidad de España está amenazada, por ejemplo), se señala un enemigo (el tripartito catalán, pongamos por caso), se le demoniza (acudiendo, por ejemplo a la teoría conspirativa y asociándole con el mal por excelencia: Carod-Rovira pacta con ETA un proceso del que el Estatuto catalán es pieza básica) y se apela al pueblo -los populistas se dirigen al pueblo no a los ciudadanos- a la gran reacción colectiva. Es la espiral populista, un proceso mil veces repetido que en democracias consolidadas puede acabar en un episodio de vergüenza republicana (Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales); en la inducción de una crisis (Nicolas Sarkozy tratando a los jóvenes irritados de los suburbios franceses como racaille
porque "ya es hora de que los políticos hablen como los ciudadanos") con la ilusión de ganar capital político al gestionarla con un discurso de dureza e intransigencia, o en situaciones de fractura social profunda. Es un juego de riesgo, que el populista (Sarkozy, por ejemplo) nunca puede controlar por completo.
Naturalmente, el populista está convencido de que el fuego quemará a los demás y le elevará a él como redentor. Y ésta es la estrategia en la que se ha metido el Partido Popular alentado desde la sombra por el ex presidente Aznar y desde el primer plano de la escena por un grupo de ideólogos mediáticos que creen que su destino es dotar de discurso a una derecha que, según ellos, lo ha perdido. De hecho, Rajoy al adoptar la estrategia populista les está dando la razón. Dice Pierre André Taguieff que el odio, el desprecio y el miedo son las tres grandes pasiones políticas dominantes. Y especular con las pasiones, que es lo que hace el populismo, es muy arriesgado. Al fin y al cabo la esencia de la política democrática es la reflexión y el debate, precisamente para tomar distancia respecto de los sentimientos políticos, un material muy inflamable.
La apelación al populismo no es nueva en el PP. Lo hizo ya cuando los acontecimientos de El Ejido, utilizando sin ningún rubor al emigrante como chivo expiatorio y colocando la política de emigración bajo el signo de la discriminación y el desprecio del otro. Hay quien opina que le valió una mayoría absoluta. Y lo está haciendo ahora buscando el enfrentamiento entre territorios, en el debate sobre las reformas estatutarias, e incluso en el terreno de las creencias, apoyando sin reservas a la Iglesia católica en su batalla por mantener sus privilegios. Es el propio Taguieff quien describe al populismo "como un reencuentro paradójico de lo reaccionario y de lo popular, de lo autoritario y de lo protestatario". Es una descripción precisa del lugar político en que se ha instalado el PP con la xenofobia y el patriotismo, con la tolerancia cero y la protesta permanente en la calle. Para el populista poco importa lo que pueda germinar al sembrar el odio, el desprecio y el miedo. Al fin y al cabo sabe que en este terreno se mueve mejor que nadie. Es el suyo.
Escribe Guy Hermet que el populismo es una ruptura del tiempo político. Tiende a presentar como de respuesta instantánea "problemas o aspiraciones que ninguna acción gubernamental tiene en realidad la facultad de resolver o de colmar de manera repentina". El populista es un hombre con prisas, que intenta contagiarlas creando un clima público frenético, de inminente batalla decisiva. El objetivo es forzar los tiempos de la democracia para alcanzar el poder lo más pronto posible. Podríamos decir que el populismo es "el halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política". Es la definición que María Moliner da de demagogia. Y en la demagogia las verdades y las mentiras se confunden. Es lo que está pasando, por ejemplo, en la campaña contra la ley de educación.
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