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Columna
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Operación fracaso

El cuarenta por ciento de los profesores y el cincuenta por ciento de los alumnos de los centros de enseñanza de nuestro país no visitan jamás, ni con una pistola en la sien, las bibliotecas puestas a su disposición y creadas, precisamente, para que ellos las usen. El dato se desprende de un estudio realizado por el Instituto Idea y dirigido por el catedrático de Psicología Álvaro Marchesi. Nada que no sepamos desde hace mucho tiempo. Nada que nos importe o inquiete demasiado.

Los libros hospedados en las bibliotecas, lo mismo que las arpas becquerianas, dormitan acumulando polvo mientras esperan esa mano de nieve que nunca llega. Esa mano de nieve entregada a los placeres de la videoconsola o al virtuosismo sobre el teclado mínimo del teléfono móvil. Un ingenio, el teléfono móvil, que sirve a nuestros jóvenes para enviar mensajes desde el grado cero de la escritura y para recibir invitaciones de Santiago Segura a hacerse unas pajillas en compañía del inspector Torrente. Gracias a este simpático sujeto, cuando se pronuncia el nombre de Torrente ya nadie piensa en Gonzalo Torrente Ballester, sino en él, en Segura. Todo cambia, no siempre para bien.

Nadie aprende en las aulas españolas a escuchar con los ojos a los muertos, como hacía Francisco de Quevedo (ese tipo con anteojos que aparece en alguna novela de Pérez Reverte) y menos a los vivos. Da lo mismo. En este país de todos los demonios a casi nadie le ha importado nunca, de verdad, el espinoso tema de la educación, como no sea para manipularla o demostrar, simplemente, quién tiene el mando en plaza. A nadie. Ni a los que se manifestaron el pasado sábado en Madrid contra el proyecto de Ley Orgánica de Educación, ni a los obispos que les secundaron. ¿De verdad les importa que los chicos habiten en un video-juego? ¿De verdad les inquieta el analfabetismo funcional que amenaza con transformar el país en un inmenso plató de Gran Hermano presidido por Mercedes Milá? Lo único que les preocupa, al parecer, es la enseñanza de la religión. Y es lo único que, precisamente, no debería preocuparles en absoluto, pues la asignatura de religión se seguirá ofreciendo de modo obligatorio en absolutamente todos los centros de enseñanza, concertados y públicos. Hablar de educación en estas circunstancias es un sarcasmo. Escudarse en la educación para acosar a un gabinete de Gobierno es, como mínimo, una trapacería impresentable. Claro que muchos de los manifestantes creen a pies juntillas lo que les han contado desde los consabidos púlpitos mediáticos, añorantes del viejo nacionalcatolicismo. Pero ¿y la educación? Me temo que les importa tanto (a los inspiradores de la manifestación madrileña) como en su día le importaba al tristemente célebre Cojo Manteca la enseñanza del latín y del griego.

Pero la mejora de la educación sigue siendo la gran asignatura pendiente. Se recoge lo que se siembra. Y, de momento, no parece que esté granando ningún fruto. No hay nada que cosechar porque hasta ahora nadie se ha preocupado por la siembra. Nadie parece que haya buscado inspiración o pauta en el pensamiento y la acción de los reformadores de comienzos del siglo pasado, en el exiguo núcleo de burguesía ilustrada del que derivó la Institución Libre de Enseñanza. Educación ética y educación estética. La misma que pedía Juan de Mairena (que se había sentado en los bancos de Giner) y la misma que animó los pasillos de aquella Residencia de Estudiantes donde se divirtieron gentes como Buñuel o Lorca.

La educación naufraga. Ha naufragado en Francia para los hijos de miles de inmigrantes. "Hoy lo único a compartir es la incultura", afirma el politólogo Alain-Gérard Slama refiriéndose a la rebelión de los suburbios franceses. Hablar de multiculturalismo es también una broma. Los chavales que están quemando Francia no creen en el trabajo que no tienen, ni en esa educación que no han podido o no han querido darles, ni en una religión que les convierte en carne de cañón, ni por supuesto en Francia. Siete menores que quemaron un autobús en el barrio de Saint Etienne le dijeron al juez que lo hicieron para salir en la televisión. Cada día, para ellos, es una cabreante Operación fracaso.

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