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Reportaje:

Acoso inmobiliario en El Cabanyal

Los vecinos abandonan las calles del barrio que coincide con la ampliación de Blasco Ibáñez por el hostigamiento y las amenazas

Ignacio Zafra

Cuando a Maite la amenazaron de muerte sabía que la cosa no iba en broma. Unos meses antes, El mudo le destrozó la puerta a otro vecino, con un hacha, unas manzanas más allá, después de que sus mujeres discutieran a gritos en la calle. A Maite la amenazaron sin sutilezas: "Me dijeron que bajara, que me iban a arrastrar del pelo por toda la barriada. Que si volvían a verme por el barrio, me mataban". Eran las 11 de la mañana. Maite acababa de pedirles que dejaran de tirar los escombros de la reforma desde el balcón a una camioneta. Hacía poco tiempo que se habían instalado en la casa de al lado.

Maite Barcete, de 38 años, profesora de danza en el conservatorio, es la única entrevistada que consiente en ver su apellido publicado en este reportaje. Seguramente porque hace dos años que abandonó la zona caliente de El Cabanyal, aunque no es la única que ha sido acosada hasta el agotamiento en el barrio por recién llegados, como El mudo o como el vecino al que le destrozó la puerta.

"Me dijeron que bajara, que me iban a arrastrar del pelo por toda la barriada"
El siguiente en acercarse es un niño de 11 años. Dice: "¿Qué quieres?, "¿coca?, ¿hachís?"

El Cabanyal es uno de los poblados marítimos de Valencia. Está formado por casas de dos plantas, levantadas a principios del siglo XX, y por calles largas que corren en paralelo al mar. Cuando la profesora se mudó a la calle de José Benlliure, en 1996, era "tranquilo como un pueblo". Hasta no hace mucho, la gente salía de casa sin cerrar la puerta.

Maite Barcete dice que la cosa empezó a ponerse fea a los tres años de vivir allí, coincidiendo con la aprobación municipal de la ampliación de la avenida de Blasco Ibáñez, que debía unir, en línea recta, el centro de la ciudad con la playa. La ampliación, paralizada mientras el Tribunal Supremo resuelve un recurso de Casación, interpuesto por los vecinos, atraviesa el corazón del barrio. Exige la demolición de 1.651 viviendas.

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"Empezaron a ocupar casas, una enfrente de la mía", recuerda Maite, "empezaron a intimidar a los vecinos, a hacer hogueras y a vender droga. Nunca pensé que pudiera degradarse tan rápido".

Amparo tiene 50 años, y no se llama Amparo. Dice: "Preferiría que no pusieras mi nombre, porque estoy amenazada, me la tienen jurada". Amparo declaró en un juicio contra unos recién llegados, de etnia gitana, que organizaban peleas de gallos. Durante meses, en el corral de su casa, que es como llaman en El Cabanyal a los patios traseros, apareció cada mañana un pollo muerto, a veces más. Y luego bolsas de basura, pañales, ropa interior. Hasta que instaló una valla metálica de dos metros.

"Y no te creas que es racismo, porque yo he nacido en El Cabanyal, en Eugenia Viñes, y siempre me he llevado bien con los gitanos. Siempre nos hemos saludado y siempre nos hemos parado a hablar. Y cuando tenía un kiosco en la Malva-rosa enseñaba a muchos a leer, para que se sacaran el carné de conducir y no fueran por ahí por libre", dice Amparo.

Hay otra coincidencia que a los vecinos no se les escapa. De 17 puntos negros (por venta de drogas, degradación higiénica o inseguridad), 12 se encuentran en el rectángulo formado por las calles del Progreso (al este), de Pescadores (norte), de Amparo Guillem (sur) y de Sant Pere (oeste). Lo dice Salvem El Cabanyal, pero basta con darse una vuelta a pie por el barrio para comprobarlo. El rectángulo señalado por la asociación vecinal coincide con la espina dorsal del trazado de ampliación de la avenida de Blasco Ibáñez, con el grueso de las casas que será necesario expropiar.

En el cruce de la calle de Amparo Guillem con Progreso una mujer gruesa, de más de 60 años, da un silbido y luego pregunta: "¿Qué quieres?, ¿Coca?". Al girar la esquina, quien repite el interrogatorio es un niño, de unos 11 años, con el pelo tintado de rubio, que añade: "¿hachís?". El chaval se dirige hasta una puerta en la que hay sentada una mujer joven, de unos 20 años, dando de mamar a un bebé. Repite: "¿Qué quieres?". A su alrededor hay suciedad y trozos de juguete, en varias manzanas no se ve un coche aparcado.

El niño pasa por encima de la mujer y del bebé, sube una escalera, sin baldosas, con las paredes mugrientas, y se asoma al primer piso, en el que sólo quedan los goznes de la puerta. Aquí, una tercera mujer, de unos 40 años, repite la pregunta y luego se mete la mano en el sujetador y saca un paquete envuelto en plástico. Corta a ojo un pedazo de hachís, y se lo da al chaval. En la casa de al lado, un comprador, un payo cincuentón, vestido con chándal, al que la red de vendedoras llama por su apodo, se agacha para recoger un pequeño papel doblado, envuelto en plástico, que acaban de dejar caer desde el balcón. Se lo guarda en el bolsillo, se despide, y sale caminando hacia la calle de la Reina.

En ese tramo de la calle del Progreso vivió durante 48 años Concha. Sus hijos se la llevaron en 2003. Para entonces Concha tenía 83 años y cuidaba de su hermano, disminuido psíquico, en una calle en la que mayoría de los vecinos habían muerto de viejos, habían vendido las casas o se los había llevado la familia. Una anciana que vivía enfrente falleció de un ataque al corazón, después de que los chavales de su calle le dispararan un tiro en el pecho con una escopeta de aire comprimido. Concha estaba acobardada, le daba miedo bajar a la acera; a su hermano los chavales le vacilaban, "y a veces le tiraban piedras".

Pero Concha no quería irse ni quiere vender, aunque a ella, como a Maite, Amparo, o Ana -otra vecina de 50 años que vive cerca de otro punto negro, la calle de Sant Pere-, los nuevos vecinos -en algún caso el mismo que en otras ocasiones les ha insultado- se les han acercado a decirles que querían comprarles, o al menos alquilar sus casas.

Ninguna ha vendido, pero representan la excepción más que la regla. En El Cabanyal se oyen historias de personas que han entrado en el banco con una bolsa llena de billetes, "porque los hay que pagan en metálico".

Los nuevos vecinos no son los únicos interesados en adquirir, a bajo precio, unas viviendas que serán derribadas si finalmente se ejecuta la ampliación de Blasco Ibáñez. Maite Barcete dice que lo último, quizá lo que peor sabor de boca le ha dejado, fue una llamada de teléfono, recibida en su nuevo piso, un año después de dejar el barrio, de una empleada de Actuaciones Urbanas Municipales Sociedad Anónima (Aumsa). "Me dijo que si quería vender la casa, ellos me la compraban. Le dije que de ninguna manera, y respondió: 'Bueno, si no quieres vender no vendas, pero te la van a expropiar igual".

Así es hoy esta parte de El Cabanyal, una zona en la que la mayoría de sus vecinos ha muerto, ha sido expulsado, o vive con miedo. Unas calles declaradas Bien de Interés Cultural en 1993 en las que desde hace años no se ha dado ni una sola licencia de rehabilitación. Y en el que las casas, tradicionalmente coquetas, aparecen sucias, o tapiadas con gruesos muros de hormigón. Un barrio que los antiguos vecinos, hijos o nietos de pescadores, de trabajadores del puerto y de astilleros, apenas reconocen.

Dejar morir un barrio

El Partido Popular aprobó la prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez en 1999. Pretendía llevar a la práctica la vieja aspiración, barajada por otros responsables municipales a lo largo del siglo XX, de abrir una vía amplia entre el centro de la ciudad y la playa urbana. Un plan que siempre había chocado con un problema estructural: El Cabanyal, un antiguo pueblo de pescadores, está organizado en paralelo al mar, mientras que la ciudad ha crecido hasta sus puertas en perpendicular a la playa.

La medida fue aprobada por el Gobierno de Rita Barberá con el voto en contra de los partidos de la oposición, y con las críticas de los arquitectos. Al Ayuntamiento y a la Consejería de Cultura, que debía dar el visto bueno, les costó encontrar alguno dispuesto a bendecir el plan.

La resistencia más enconada, sin embargo, la establecieron los vecinos, que han conseguido retrasar seis años la ejecución de las obras. Pero este es un tema complejo. Durante más de una década, el PP fue la formación más votada en el barrio. Una hegemonía que acabó en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004, cuando en el conjunto de los poblados marítimos -El Cabanayal-Canyamelar, Natzaret y la Malva-rosa- los partidos de la izquierda recuperaron su mayoría tradicional. Los vecinos, sin embargo, mantienen un sólido enfrentamiento entre quienes piden la anulación del proyecto y una rehabilitación global y quienes prefieren que llegue la avenida, que tiren abajo la zona "podrida", con la esperanza de recuperar la tranquilidad.

La resistencia tampoco ha sido fácil. Salvem el Cabanyal denuncia que hace años que el Ayuntamiento dimitió de sus obligaciones, no sólo en materia de seguridad ciudadana, sino de la pura limpieza de las calles. Una acusación que un paseo puede respaldar.

Faustino Villora, portavoz de la plataforma vecinal, dice: "Durante mucho tiempo nos dedicamos a recoger firmas para exigir medidas básicas, como el baldeo de las calles o el vallado de solares de propiedad municipal. Pero hemos dejado de hacerlo. Movilizar a los vecinos por esa vía sólo daba trabajo, y la falta de respuesta sólo daba frustración. Desde hace algún tiempo ya sólo nos concentramos en resistir". Por aquello de que resistir es triunfar.

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.

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