Francisco Camps, estandarte del PP
Llegó a la presidencia de la Generalitat como una opción personal de Eduardo Zaplana. Pero lo cierto es que Francisco Camps, que aún no poseía un perfil político propio en las elecciones de mayo de 2003, se ha convertido desde entonces a acá en un referente del Partido Popular en el ámbito nacional, en una especie de estandarte del autonomismo "bien entendido" que pregona el PP.
El partido de Mariano Rajoy no dispone hoy día de muchos anclajes territoriales desde los que reconquistar el poder perdido. La comunidad autónoma más importante que gobierna es la de Madrid, pero con una mayoría precaria y de carambola, conseguida a la segunda oportunidad. Esperanza Aguirre constituye uno de sus principales activos políticos, es cierto, aunque dentro de dos años podría encontrarse en la oposición. Los tres baluartes del poder territorial del PP son, pues, Castilla y León, Murcia y nuestra comunidad, con unas confortables mayorías parlamentarias y, sobre todo, con expectativa de renovarlas, según vaticinan las encuestas.
Pero hay significativas diferencias. El presidente castellano y leonés, Juan Vicente Herrera, buen parlamentario él, sustituyó a Juan José Lucas sin ninguna hipoteca pendiente y sin tener que demostrar nada, a diferencia de Paco Camps, elegido a la sombra de un Zaplana omnipresente y con vocación de perpetuidad. Por eso mismo, la lenta aunque constante configuración de Camps como alguien con personalidad política propia ha sido más laboriosa y meritoria que la de Herrera. Además, por población, riqueza y perspectivas económicas, la Comunidad Valenciana es una de las joyas del PP.
Así, pues, el presidente del Consell se ha convertido en símbolo triunfante de su partido, en esa especie de pariente listo del que presumir. En esta hora de furor autonomista, en la que en su deriva estatutaria Rodríguez Zapatero acusa al Partido Popular de inmovilista y reaccionario, el PP exhibe a Francisco Camps con el mismo aire milagrero con que otros muestran el brazo incorrupto de Santa Teresa.
¡Qué mejor demostración de nuestro concepto de la España descentralizada que el Estatut pactado en Valencia!, parece decir. ¡Qué mayor prueba de nuestra vocación de consenso que el acuerdo logrado con el PSPV!, remata.
Y es que el PP se ha apropiado del éxito del acuerdo estatutario ante la inanidad de los socialistas valencianos, acomplejados por el estrépito mediático del Estatut de Cataluña y la relegación que su debate ha supuesto para nuestro texto consensuado. Lo cierto es que, pese al generoso esfuerzo conciliador de Joan Ignasi Pla y a su implicación personal en la reforma del Estatut, éste será ya para la opinión pública española "el Estatuto de Francisco Camps".
Se trata, sin duda, de una de las tantas injusticias de la política, a la que todos aportan la parte de gasto que les corresponde, pero luego unos se llevan el mérito y la fama, mientras a otros les queda el incómodo y subalterno papel de comparsas. En consecuencia, el consenso estatutario inicial y el pacto de las 14 enmiendas parciales presentadas conjuntamente por socialistas y populares queda al final como el empeño personal del presidente Camps y una muestra de su capacidad de diálogo y de su voluntad autonomista.
Este complejo proceso ha llevado a Francisco Camps a convertirse en ese referente que decía, en una especie de lábaro autonomista del PP. Según los cálculos de algunos estrategas políticos, el presidente valenciano renovará holgadamente su mayoría en las elecciones de 2007. Aureolado, entonces, por su éxito político y su imagen regionalista, desde la Generalitat podría ser un interlocutor privilegiado con algunos partidos periféricos con los que el PP deberá pactar probablemente si aspira volver a La Moncloa en 2008.
Quizá sea muy prematuro y hasta demasiado precipitado plantear hipótesis de este tipo, pero lo cierto es que el Partido Popular necesita salir del ghetto ideológico y del confinamiento político en los que pretende aislarle el Partido Socialista. Por eso, la figura de Paco Camps, la proyección de lo que está haciendo en Valencia y fuera de ella, la articulación territorial que ofrece y la capacidad de entendimiento con el PSOE que exhibe en algunos aspectos son prendas de las que empieza a echar mano el PP para demostrar que no es tan dogmático, tan rígido ni tan inflexible como lo pintan sus enemigos.
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