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Columna
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La punta del origen

Hemingway decía que intentaba aplicar a la escritura de sus cuentos la técnica del iceberg: dejar asomar sólo una pequeña punta de la historia, mientras el grueso de la trama permanece sumergido, sugerido en las aguas del relato. Toda la dificultad consiste -y todo el talento de Hemingway se resume- en encontrar esa punta de historia capaz de revelar el resto. Pienso en la técnica del iceberg, en las puntas que clarean fondos helados, viendo no lo que está pasando en Francia, sino cómo se está contando lo que allí pasa. Esa revuelta callejera se está asociando de un modo más o menos explícito o frontal, a la inmigración o, como mayormente se presenta, al problema de la inmigración (resulta llamativa y significativa la ausencia casi total de imágenes alegres o de abordajes mediáticos en positivo del fenómeno migratorio, tan valioso, sin embargo, para el desarrollo de nuestras sociedades).

Los chicos de las cités, algunos de los cuales están quemando sus propios vecindarios -detalle que es otra punta reveladora del fondo emocional de la cuestión-, son presentados con mejor o peor estilo, con más o menos rodeos verbales, como inmigrantes. Se insiste en su condición de "inmigrantes de segunda o tercera generación" o en su denominación de origen magrebí o subsahariano. Y sin embargo estos jóvenes (que han nacido en Francia de padres que han nacido en Francia) no son inmigrantes, o no más inmigrantes que muchos otros franceses -basta con leer el listín telefónico de cualquier ciudad para comprobar que Europa está hecha de desplazamientos-, no más que muchísimos otros franceses o europeos cuya procedencia original ya se ha olvidado o disuelto en el espeso caldo de la ciudadanía. No son más inmigrantes, por ejemplo, que el propio Nicolas Sarkozy, nacido en el seno de una familia húngara, detalle que él suele recordar a veces públicamente, pero que la prensa está olvidando mencionar ahora cuando tan pertinente resultaría.

No, estos jóvenes no son más inmigrantes que muchos franceses; incluso diría que son mucho menos inmigrantes que algunos. Porque otro detalle que tampoco mencionan estos días los medios de comunicación es que, en los años 50, cuando muchos argelinos fueron a trabajar a una Francia asolada por la guerra mundial y necesitada de mano de obra, Argelia era aún territorio francés y sus habitantes ciudadanos franceses; es decir, que los abuelos de muchos de estos jóvenes "de tercera generación" tenían ya entonces papeles. O lo que es lo mismo, muchos de estos jóvenes presentados hoy con denominación de origen extranjero proceden de familias que no han tenido más pasaporte que el francés, que son hijos de la République desde el principio.

Esta revuelta callejera no es una consecuencia del "problema de la inmigración" y no se resolverá con la aplicación de medidas "integradoras". No nos encontramos ante un conflicto o un choque de culturas; no es integración lo que piden los jóvenes de los suburbios, porque no están desintegrados. Lo que quieren es un futuro normal y corriente; un trabajo y los beneficios materiales y simbólicos que el empleo procura -casa y coche, pero también reconocimiento social- y un estatuto de ciudadanos de pleno derecho. Para conseguirlo no necesitan a estas alturas políticas de integración sino medidas contra la exclusión y la discriminación. Porque lo que les pasa a esos jóvenes periféricos es que se han quedado fuera del pastel y lo saben; son conscientes de que, estudien o no, consigan o no un título académico, sus posibilidades de acceder a un empleo son escasas o nulas, y ello sencillamente por el color visible de su piel.

Nadie evoca el origen inmigrante de Sarkozy, entre otras razones poderosas, porque es blanco. Pero a esos jóvenes se les llama cotidiana e impropiamente inmigrantes, significando magrebí o negro. Como en un cuento de Hemingway, la punta del origen basta para revelar entero el descomunal iceberg del racismo.

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