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Columna
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Gripe española

En el invierno que medió entre 1918 y 1919, la madre de Elías Canetti cayó enferma de gripe, "al igual que todas las personas que conocíamos, compañeros de colegio, profesores, amigos", el propio Canetti y sus dos hermanos. Pero si los niños se recuperaron sin mayores consecuencias, la pobre Mathilde sufrió complicaciones y acabó en un sanatorio obligada por la trombosis, trastocando los planes para el futuro de toda su familia. Por la misma fecha, un joven Robert Graves regresaba a casa después de una guerra que le había tenido cuatro años sin dormir, rateando entre las trincheras, y contraía también una gripe que, sumada al agujero sin cicatrizar que una bala había abierto en su pulmón izquierdo, convenció al médico que lo visitaba para condenarlo a muerte: se salvó incomprensiblemente después de una semana de cama en que componía poemas de manera obsesiva, entre la fiebre, para no rendirse. En esos mismos días, la pareja de Edith y Egon Schiele, que llevaban apenas tres años de matrimonio, caía abatida bajo la enfermedad con peor fortuna: la vida se les fue en forma de expectoraciones y sudor en menos de una semana. Canetti vivía por entonces en Zúrich, Graves en Brighton, los Schiele en Viena: la famosa "gripe española", que había comenzado como un virus limitado a la especie porcina en la primavera de 1918, atravesó todos esos lugares sin importunarse por mares ni cordilleras y arrasó también América y Asia. Bill Bryson aventura la cifra de medio millón de muertos como resultado de los primeros días sólo en los Estados Unidos, a los que habría sumar los 220.000 de Inglaterra y cantidades similares en Francia y Alemania. En resumen, "la Primera Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe española hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses".

Con semejantes datos encuentro natural que la camisa no me llegue al pecho cuando pienso en la dichosa gripe aviar y las profecías de la OMS para un futuro próximo: que el contagio viajará de pájaros a humanos, igual que en el pasado se abalanzó sobre nosotros desde las tripas del cerdo, y que no existe manera de paliar una epidemia masiva que ya se contempla como el pago de impuestos, inevitable. Mientras tanto, y a pesar de lo alarmante del vaticinio, la Junta se dedica a vigilar Doñana y a retirar los patos de Alcalá de Guadaira para que no se resfríen. Todas esas medidas de prevención están muy bien y asegurarán a las diversas especies de plumíferos una plácida vejez, pero el ciudadano echa en falta un plan de emergencia serio, unas farmacias abastecidas, unos sanatorios preparados para la ofensiva y, sobre todo, una campaña de información que no haga a la población caer víctima de otro mal mucho más nocivo que ningún virus, el de la ignorancia. Nos llegan a casa rumores cada vez más contradictorios, aliñados con instrucciones o consejos que compiten por el disparate: si unos afirman que la transmisión sólo puede producirse por medio aéreo, otros prohíben comer huevos crudos, y menos con cáscara. Siempre me sorprendió el título de aquella pandemia del pasado, "gripe española": un organismo tan eficaz y diligente, con tal capacidad de organización, no merecía ese nombre ni mucho menos.

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