Constelación maldita
Se habría anunciado como "un choque desigual" este que ya está en marcha entre masas de jóvenes aburridos y sin miedo y unas clases políticas paralizadas por el pánico. En un lado están esos jóvenes magrebíes llenos de ira gratuita que sólo sonríen cuando la policía logra detenerlos y esposarlos y siempre que haya una cámara delante para documentar su desprecio al Estado. Enfrente están un presidente Jacques Chirac que ya debiera dar lástima hasta al más despiadado de sus enemigos, y un Gobierno en el que, al principio, algunos casi se ponen a aplaudir los disturbios como bienvenido instrumento de lucha en el Gabinete.
Pero ¡ay!, ya no se ríe nadie y aunque tanto en Francia como en el resto de Europa, y por supuesto aquí en España, hay suficiente sencillez de espíritu como para que algunos hayan identificado ya al gran culpable en Nicolas Sarkozy, parece ganar terreno la tesis de que los culpables están en muchos puntos, tanto en el espacio como en el tiempo.
Y, sin embargo, se cae una y otra vez en el mismo error conceptual que ha llevado a las sociedades europeas a ser rehenes de los humores, las pasiones y las consignas de comunidades minoritarias, nacidas o no en su seno. Cuando en la mayor parte de las grandes ciudades francesas nadie está a salvo de los nuevos vándalos, el primer ministro, Dominique de Villepin, anunciaba ayer como remedio milagroso "medidas para la igualdad de oportunidades en los barrios deprimidos". Cuando en los barrios deprimidos, los propietarios de automóvil, comercio o vivienda ansían desesperadamente orden y temen despertar desposeídos de todo lo que tienen, al responsable de la seguridad de su vida y hacienda le da por su lado poeta. Y después se sorprenden por el auge del racismo en los barrios obreros. ¿Cuánto hay que quemar?
Ante esta lógica perversa tan asumida por el poder ante las bandas que aterrorizan Francia como ante los huelguistas autopatronos en España, por cierto, el descrédito del Estado y de su ya olvidado monopolio de la violencia es tal que lo extraño es que aún no compitan otros grupos con los ya activos. Porque este problema será realmente grave cuando la ciudadanía hasta ahora pasiva llegue a la misma conclusión que los violentos (que se ha producido la abdicación del Estado) y organice sus somatenes y represalias. Entonces la pesadilla estará en marcha y Villepin se quedará solo con sus poemas sobre el multiculturalismo de fogata de campamento. Las piras serán otras y no las harán sólo unos.
En 10 días, el incendio social iniciado en un suburbio de París se ha extendido a toda Francia y aunque, increíblemente, no haya causado más que un muerto, los daños económicos, políticos y morales son ya incalculables. Nos ha llegado algo antes de lo que pensaban los más pesimistas, pero no de otra forma que la augurada hace tiempo ya por nuestro premio Príncipe de Asturias Giovanni Sartori, y no sólo por él. Los mitos del inmigrante bueno por naturaleza o del nacionalista progresista oprimido, y de la felonía que supondría la aspiración de parte de la sociedad a vivir con los valores, las formas y la tradición de sus mayores, han quebrado la relación de los gobernantes con los ciudadanos más comprometidos con el Estado y más ignorados por él.
El desprecio de las minorías hacia ese Estado que las prima se ha convertido en la principal amenaza para la libertad y la seguridad de los ciudadanos europeos y de su sociedad abierta. Que este fenómeno haya entrado en una fase de máxima expresión -con la violencia ocasional, la amenaza sistemática- se debe en parte a esta trágica concatenación de constelaciones políticas nefastas que se ha producido en toda Europa desde hace casi un lustro -el grotesco dilema francés entre Le Pen y Chirac fue quizás el principio-. Con recorrer mentalmente las capitales europeas se hace evidente que el proyecto europeo está en fase preagónica. Pero también que sólo la fatalidad podía hacer coincidir tamaños retos con semejante insolvencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.