Banderas
A mediados del pasado siglo, se hizo popular en Estados Unidos una frase que decía más o menos así: "Icemos una bandera y veamos si alguien la saluda". El sentido figurado de la frase era el siguiente: "Lancemos una idea a ver si cuela".
Vivimos en un país de banderas izadas. Muchos políticos han descubierto el poder esotérico de un trozo de trapo, la dimensión alucinógena de los símbolos, el influjo de las señas diferenciales sobre la visceralidad de la gente. El ondear de las banderas hipnotiza a los pueblos. Y las banderas ondean.
Uno de los grandes problemas de casi todas las cosas -incluido en esas cosas el género humano- es su tendencia a jerarquizarse, a establecer escalafones, así sea en el pequeño universo de las hormigas. Las banderas también libran esa batalla: hay banderas que reclaman para sí más caudal histórico que otras, en buena parte porque hay territorios que necesitan menos una bandera que un hospital o que un colegio, de modo que casi no les queda tiempo para afianzar sus símbolos con arrebatos patrióticos. Hay banderas arrojadizas y banderas advenedizas, banderas con abolengo y banderas de ayer tarde, banderas que cubren una nacionalidad histórica con el calor confortable de un edredón de pluma y banderas que, según parece, ni tienen historia ni calientan nada, como si en vez de banderas fuesen banderines de una peña juvenil de voleyplaya. Menudas son las banderas.
Hace muchos años, el poeta Vicente Núñez le dijo a José Rodríguez de la Borbolla, entonces presidente de la Junta de Andalucía: "Pepe, que nos están ganando la partida. Que todo es cuestión de palabras. Los vascos tienen un lehendakari. Yo he pensado un nombre para ti: el Mendalerenda. Hazme caso. El Excelentísimo Mendalerenda de Andalucía". La propuesta no prosperó -al menos de momento.
Qué raras son las banderas, el concepto mismo de bandera. Que yo sepa, la gente suele tener poca capacidad de abstracción -sobre todo si tomamos como base comparativa la capacidad de abstracción que tenía Aristóteles, por ejemplo-, pero lo de las banderas no falla: en un pedazo de tela, cualquiera es capaz de apreciar toda la entelequia mítica de una nación o incluso el espíritu legendario de un equipo de fútbol. Hay incluso quienes besan banderas, que es una perversión sexual aún no tipificada.
La historia recentísima de España es la historia de la transformación del pensamiento político en bandera. Porque las banderas son muy cómodas: basta con defenderlas, sin tener que pararse a pensar por qué ni a costa de qué. Una bandera es algo así como el anillo del Señor de los Anillos: te envuelves en ella y te transformas en un patriota instantáneo, dispuesto a dar la vida -o a quitársela a alguien, que suele ser lo frecuente- por sus colores o a quemar vivo a quien se atreva a quemar tu bandera, porque en ese fuego fatuo ardería tu cultura, tu tradición, tus señas diferenciales de identidad nacional, tu orgullo telúrico, la sangre de tus antepasados e incluso la madre que te parió. Es increíble lo que puede dar de sí una bandera, la de cosas que caben en una bandera, la capacidad de armonización antropológica que tiene una bandera. Ahora bien, el día en que lleguen unos extraterrestres con la suya, nos vamos a enterar
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