La ruta de los desesperados hasta la verja de Melilla
Miles de emigrantes, subidos en vehículos atestados, cruzan Níger en su peligroso viaje por el desierto hacia España e Italia
Agadez es la gran puerta de Níger al desierto del Sáhara. Lo fue para el oro y los esclavos; lo fue para la sal y sus caravanas de 20.000 camellos. Hoy, un siglo después, esa puerta se ha transformado en la principal ruta de la ilusión para la desesperanza de miles de emigrantes procedentes del África negra y un formidable negocio para las mafias y muchos de sus habitantes.
Los emigrantes persiguen un sueño al otro lado del inmenso mar de arena: La Europa en cualquiera de sus olores, colores y nombres; un sueño por el que arriesgan sus vidas en travesías de dos y tres semanas esquivando militares, aduanas y desgracias a bordo de todoterrenos sobrecargados con 25 y 30 personas en la trasera, o a pie, cuando es preciso, para huir o atravesar las montañas libias de Ghat. Un viaje que desde Agadez cuesta entre 350 y 400 euros, y a menudo el doble, a pagar a las redes del contrabando. Y no les garantiza Edén alguno, pues el destino de esa ruta no es El Dorado, sino una etapa más, la última, en Marruecos o Libia, donde deben esperar escondidos la oportunidad para el salto final a España o Italia.
Las redes de contrabando cobran de 350 a 700 euros por el viaje desde Agadez
Ahora "no sube casi nadie", explica un traficante. "Antes, 100 o 200 al día"
Un camerunés asegura que merece la pena el riesgo porque conoce lo que es la miseria
Nvamain Soulé es uno de ellos. Tiene 21 años y los pies llagados de tanto caminar. Viste un pantalón vaquero de media caña, sucio y deshilachado, y una camisa roja que huele a sudor acumulado. Es todo su patrimonio. Acaba de llegar a Agadez acompañado de su amigo Garba Atiku, de 22 años, tras vivir una pesadilla. Son dos de los miles de subsaharianos abandonados a su suerte por Marruecos. Su viaje es de vuelta, el de la derrota, el de los que no lograron pisar el anhelado paraíso, ni siquiera verlo desde lejos, desde la costa o la verja. Son cameruneses y ahora carecen de dinero para regresar a sus casas. Están atrapados en Agadez, la nueva capital del tráfico humano.
"La Gendarmería [marroquí] nos detuvo en Tánger. Estuvimos cuatro días encerrados sin comida. Después nos deportaron a Oujda. Creo que fue el 15 de octubre. Éramos un grupo de 55. Nos golpearon y robaron todo lo que teníamos. También nos quitaron los pasaportes y los papeles y nos abandonaron en el desierto cerca de la frontera con Argelia", explica Soulé. "Al otro lado, los policías argelinos nos dieron una botella de agua a cada uno y nos mandaron marchar hacia el sur. Estuvimos cinco días en el desierto. Caminábamos pero teníamos muchos problemas, y sin comida. De los 55 que salimos, 20 murieron en el camino", asegura Atiku, "pero tuvimos suerte: al quinto día de estar perdidos encontramos a un tuareg; él nos salvó y guió hasta aquí".
Esa referencia a los tuareg, señores históricos de las rutas secretas del Sáhara entre Mauritania, Malí, Marruecos, Argelia, Níger, Libia y Chad, gusta en la destartalada oficina de Isah, un ghanés que dirige en Agadez parte del negocio del tráfico de emigrantes. Su ayudante Mohamed es tuareg, como la media docena de curiosos que asoman una sonrisa desdentada por una ventana sin marco. Detrás de la mesa del despacho cuelga una pizarra con destinos y precios escritos a tiza, que varían según las leyes de la oferta y la demanda.
Isah defiende en un inglés de erres exageradas su negocio. Sostiene que sólo ayuda a gente que huye de la miseria. "La vida en África es muy dura. Si no tienes dinero sabes que vas a morir muy pronto. Si quieren saber la verdad, los líderes de Europa deberían invitarme a las cumbres".
Isah parece colaborador, y a menudo pretencioso, tal vez porque espera un buen cadeaux (regalo). Y además, le gustan los periodistas y las entrevistas: le permiten pavonearse ante su gente. Pero Isah es la excepción en una ciudad de pactos de silencio, miradas torvas y sonrisas hipócritas, donde el visitante, y más si es blanco, se siente espiado. Y a veces amenazado. Una simple fotografía genera un tumulto, como si esa cámara tuviera poderes de captar también la realidad que se oculta. "¡Nada de fotos!", grita un conductor delante de su vehículo cargado de fardos y bidones. "¡Nada de fotos!", repiten otros, cada vez más alterados.
En Agadez, ciudad cercada por un desierto que avanza lento, pocos parecen inocentes porque son muchos los que se lucran: desde mafiosos a pequeños vendedores de agua o galletas. Es el gran negocio las nuevas caravanas, las de los emigrantes, los nuevos esclavos del siglo XXI.
Frank también es ghanés y traficante, pero parece menos importante que Isah: ni modales ni oficina propia. Viste una descolorida camiseta de baloncesto falsificada que le mal sujeta una tripa prominente. Su trabajo es ocultar en casas a los emigrantes que llegan a Agadez para que la policía de Níger no les robe sus pertenencias y arruine el negocio a los demás. Frank se niega a conversar con los periodistas, a los que considera agentes de algún Gobierno europeo. Recrimina la torpeza de sus ghaneses que han aparecido acompañados de los indeseables extranjeros y simula dar órdenes por un teléfono móvil.
Frank parece un hombre violento y sin escrúpulos. Su mujer, ajena a la algarabía, se dirige al foráneo en voz baja: "Dame dinero y te contaré una buena historia, una historia secreta". Frank sigue enfrascado en su teatro de bramidos y ahora afirma estar harto de esos negros que han ocupado su vivienda y que no terminan de irse. Sus cuatro compatriotas, asustados, modifican el discurso: acaban de llegar de Libia, donde trabajaron dos meses, y se disponen a regresar a su país. "Dame tu ropa y te contaré una historia", insiste la mujer de Frank. Otro hombre, sentado junto a ella y que dice llamarse John y ser de Lagos (Nigeria) musita en un castellano peculiar. "Dame dinero y presentaré a los que hoy ir a España". Después, tras meditarlo mejor, añade: "Llevar contigo a Madrid".
Las viviendas de Agadez son de adobe. La mayoría, muy pobres. Ni electricidad ni agua. Hay tiendas de baratijas para turistas intrépidos y algún hotel de Las mil y una noches sin comodidades ni duendes. El otoño no es temporada de aventuras y todo parece fantasmal. El único negocio vivo es el de la esperanza, o la desesperación, de otros más pobres que tú. A veces sopla un viento ocre del desierto que envuelve calles y azoteas. Cerca del mercado hay bullicio a primera hora y al atardecer, jamás a mediodía, cuando la solana es vertical y abrasadora y los grados superan los 45º. Cerca de ese animado zoco de precios inalcanzables para el 60% de la población, que sobrevive con un euro al día, están las casas donde gentes como Frank ocultan a los emigrantes en espera de poder subirles a los coches. Más que vender o comprar alimentos, parece que allí se mercadea con la vida de los emigrantes que huyen de la muerte.
"En algunas viviendas esperan apiñadas hasta 50 personas", dice Algaseth, un tuareg que no disimula su desprecio a los traficantes. "Cuando llegan aquí, los emigrantes ya han gastado el dinero de la primera parte del camino. Desde Agadez llaman a sus hermanos y amigos que están en Europa y les piden dinero para proseguir el viaje. Hay una oficina de la Western Union donde se realizan esas transferencias. En cuanto reciben el dinero pueden pagar y cruzar el Sáhara", dice Agali Bauka, ex líder guerrillero tuareg y actual consejero de la comuna de Agadez, cuya oficina está a 200 metros en diagonal de la de Isah, y cuyo trabajo, según afirma, es ordenar la emigración legal. Pero para ser un alto responsable de la ley pasan demasiadas cosas a su alrededor como para que no esté al corriente.
No lejos de esa decrépita estación de autobuses, de la que sólo parten todoterrenos y camiones de carga que duplican, a lo ancho y a lo alto, su volumen, henchidos por decenas de fardos, toneles descomunales y gentes encaramadas como en un rodeo del Oeste americano, hay una tienda que se anuncia altiva: Kadafi, centro de llamadas internacionales. Dispone de teléfonos satélite que sirven para reclamar el dinero a los parientes y amigos que ya lograron el sueño. Eric ha entrado a telefonear. Es de Congo-Brazzaville, pero como Frank y sus cuatro ghaneses, no se fía. Tiene miedo, agacha la cabeza y mira hacia los lados. Parece que cada uno de estos hombres lleva una vigilancia permanente e invisible: "Voy a Libia a trabajar de mecánico", afirma. Eric dice no saber nada de Marruecos ni de España, pero tras cambiar de tema, al cabo de unos minutos, se interesarse por la situación de la frontera. En su oficina, Isah explica en su inglés de erres exageradas que "hay un problema en Marruecos" y que desde hace "un par de semanas no sube casi nadie". ¿Y antes? "Antes pasaban por aquí muchos procedentes de Nigeria, Camerún, Ghana, Benín, Malí, Senegal, Gambia, Costa de Marfil, Sierra Leona y Liberia. Había días que partían 100 ó 200 personas".
En algunos bares de Agadez, y en otros de Maradi, al sur de Níger, cerca de la frontera con Nigeria, se ve la televisión por satélite. Como se ve en cada uno de los países de tránsito y exportadores de emigrantes. Son pequeños balcones hertzianos desde los que se asoman al esplendor del otro lado de la verja: lujosas series de televisión, culebrones mexicanos traducidos al francés, series B de Hollywood repletas de golpes y acrobacias; productos que destilan una estética occidental de la opulencia y el lujo que tiene un efecto llamada en países paupérrimos como Níger o Malí, donde la mayor parte de la población está en paro, o donde el jornal se paga, a quien le toca la lotería de un trabajo ocasional, a 1,50 euros, casi 25 veces menos que a un campesino en España.
A los jóvenes urbanos, los que están mejor informados de las ventajas del primer mundo y tienen la fuerza física de intentar el viaje, también les gusta el fútbol. Las ciudades de Níger están inundadas de camisetas torpemente falsificadas del Real Madrid (Ronaldo, el más repetido), Barcelona, Milan, Liverpool, Bayern Múnich, Manchester United e incluso del Atlético de Madrid. Cameruneses como Nvamain Soulé y Garba Atiku, que retornan expulsados de Marruecos, o Nowe Claude y Biendou, que se preparan para su salto al paraíso, quieren ir a Barcelona, la ciudad de su héroe balompédico Samuel Eto'o, el hombre que prometió correr como un negro para poder vivir como un blanco.
"Trabajé un año y medio vendiendo agua en las calles de Douala", explica Soulé; "trabajé duro hasta que reuní el dinero que necesitaba para viajar a España. Ahora lo he perdido todo, pero regresaré a casa, trabajaré más duro aún y volveré a intentarlo. No puedo renunciar al sueño de un trabajo", dice con una sonrisa. ¿Merece la pena ahora que sabe el riesgo que corre? "Sí, merece la pena, porque también sé lo que es la miseria".
En la carretera que se extiende desde Agadez a Arlit, la llamada ruta del uranio (Níger es el segundo productor mundial), Abubakar conduce una camioneta blanca cargada de emigrantes. Van en la trasera, arracimados sobre bidones de agua y de gasolina. Uno de ellos se llama Abú y quiere ir a España. Es de Níger y asegura que en su país no hay comida ni trabajo y que necesita ganar dinero para salvar a su familia. Otro, llamado Mohamed, se dirige a Italia. "Allí está mi hermano. Me ha dicho que debo de viajar a Libia y esperar a que llame. Me mandará dinero y me dirá a qué ciudad debo de ir".
Con los problemas en la frontera marroquí, parte de esa emigración clandestina empieza a desviarse hacia Libia para cruzar a través de Lampedusa a la Italia continental. Lo dice Agali Bauka, que mantiene una supuesta contabilidad de emigración legal. También dice que desde Libia otros pasan a Túnez (para cruzar después a Sicilia) y a Argelia y Marruecos en dirección a España. Abubakar, el conductor del coche en el que viajan Abú y Mohamed, junto a otros treinta y tantos emigrantes, tiene la cabeza envuelta de un turbante azul. Es menudo y robusto y posee una mirada dura. También quiere dinero. Al hablar escupe al suelo como si escupiera palabras. "Fui combatiente en la revuelta tuareg [de mediados de los años noventa] y hago este trabajo porque el Gobierno no me ofrece otra oportunidad". Abubakar trabaja para el ghanés Isah y hace la ruta hasta Argelia hasta el norte cinco veces al año. Nunca ha tenido problemas. "Sé dónde está cada puesto de policía y cada zona militar. Del desierto lo sé todo. Soy un tuareg".
Al arrancar el vehículo de Abubakar, los emigrantes saludan y hacen signos de la victoria. Parecen felices. Han pagado mucho dinero a las mafias de Agadez y más que tendrán que pagar a las de Marruecos. Aún ignoran cuál será su destino más allá del desierto, pero al menos saben lo esencial: por qué quieren cambiarlo.
Turismo de aventura
Mientras muchos africanos tratan de alcanzar Europa, un puñado de europeos envueltos en pañuelos tuareg baja de Argelia en todoterrenos de lujo en dirección a Agadez. Es lo que las agencias especializadas en emociones fuertes denominan turismo de aventura. Agadez está repleta de carteles que ofertan excursiones a las dunas y de tiendezuelas de baratijas y supuestas antigüedades. "Los turistas vienen en diciembre; ahora es temporada baja", dice con sorna Agali Bauka, ex líder guerrillero tuareg, que en la actualidad es consejero comunal de Agadez.
En el hotel del Aire, frente a la mezquita, el gran símbolo religioso y de las postales de la ciudad, ya se preparan para el maná de euros. Un espigado tuareg que pasea por la recepción explica en un italiano trufado de palabras francesas que él habla castellano y que es muy amigo de los españoles del rally París-Dakar. Esa caravana, que en alguna edición pasó por el desierto del Teneré, es otra esperanza que queda demasiado lejos para Níger, el país más pobre del mundo según la ONU. Y el de los grandes contrastes: mientras unos blancos se adentran en el peligro por mera afición, otros muchos, los emigrantes, lo hacen por necesidad. Ambos pagan fuertes sumas de dinero; los primeros a las agencias de viajes; los otros, a las mafias.
Agadez tiene un cierto aire épico, a novela de Paul Bowles, pero tras su hermoso escenario se esconde la tragedia de la desesperación. Es la ruta de los turistas, pero en dirección contraria se llama de la desesperación. Los pobres viajan al norte a través de Argelia, Marruecos o Libia y lo hacen encaramados en camiones, autobuses y todoterrenos a precio de avión. Aunque muchos de ellos mueren en el camino, no existen estadísticas porque tampoco hay nadie que quiera contar a los que se quedan en el desierto.
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