Las musas de Goytisolo
Juegos de manos salió a la calle en diciembre de 1954, cinco meses antes de la aparición de Duelo en el paraíso. A la demanda de Lara, mi segunda novela concursó al Premio Planeta, obtenido esta vez por Ana María Matute, una escritora que aprecio y admiro desde mis años de estudiante inscrito en la Facultad de Derecho de Barcelona (huelga decir que no pasé del segundo curso, aunque en algún currículo sabihondo de una página web me confieran el glorioso título de abogado).
Si Juegos de manos refleja las huellas de mis lecturas francesas, Duelo en el paraíso trasluce las del descubrimiento de los novelistas norteamericanos del Sur, desdichadamente en traducciones a menudo mediocres de editoriales argentinas: Faulkner, Carson McCullers, Truman Capote (un autor, este último, vivamente recomendado por mi amigo colombiano Hernando Valencia). La idea de narrar lo acaecido en una escuela de niños huérfanos y refugiados, marcados por la violencia y la anarquía reinantes en el breve paréntesis de la huida de las tropas republicanas y la llegada de las nacionales, mantiene algunos puntos de contacto con la que inspiró a William Golding El señor de las moscas. Pero la cronología -esto es, la publicación casi simultánea de ambas novelas en Inglaterra y España- excluye, como han señalado ya algunos estudiosos, un posible influjo de la del Nobel británico en la mía. No puede decirse lo mismo en cambio de la de Truman Capote, Otras voces, otros ámbitos, cuya sombra planea sobre la historia de la efímera comunidad anárquica de niños y muchachos vecina a la finca El Paraíso, un trasunto del caserón familiar de Torrentbó, en el municipio barcelonés de Arenys de Munt: escenario que reaparecerá aún en Fin de fiesta y, sobre todo, en Señas de identidad. La atmósfera onírica evocada en la novela de Capote se mezcla con las fantasías del personaje de doña Estanislaa, inspirado por una persona real: una mujer bastante mayor que yo, enamorada platónicamente de mí y cuyas ensoñaciones y críticas al marido, expuestas en presencia de sus tres niñas, reproduje en la novela de modo literal. A la alternancia de lo vivido y lo leído que marca en dosis distintas cuanto escribí hasta la fecha en que alcancé a expresarme con voz propia e iniciar mi andadura adulta, habría que añadir, en el caso de Duelo, la evocación, a través del filtro de la memoria, de los últimos estertores de la Guerra Civil, el día de la entrada de los vencedores en Viladrau, el 3 de febrero de 1939. Mi segunda novela, no obstante sus aciertos, fue escrita antes de hora, cuando carecía de la experiencia literaria y humana necesarias para abordar el tema del cainismo español con los ojos de un niño. Así, cuando la hojeo, veo menos lo que escribí que lo que pude haber escrito, y lamento no haberlo hecho diez o quince años más tarde. Esta vez tomé el tren con prisas y se detuvo a mitad de camino.
El generoso interés de Coindreau por mis dos primeras novelas fue el punto de partida de una serie de sucesos que cambiaron radicalmente mi vida: encuentro con Monique, amistad con Genet, residencia en París
Aunque José Manuel Lara me advirtió, después de leer el manuscrito, que "los niños no [eran] comerciales", publicó en Planeta la novela 'Duelo en el paraíso'
Si las correrías por el puerto y la Barceloneta habían alimentado la trama de 'Fiestas', el espacio en que se enmarca 'La resaca' abarca los antiguos merenderos
Aunque Lara me había advertido, después de leer el manuscrito, que "los niños no [eran]
comerciales", publicó la novela en Planeta. La obra pasó la censura. Según mis recuerdos, con algunos cortes: las palabrotas o juramentos puestos en boca de los mílites del ejército franquista, lo que me obligó a suprimir también los, no censurados, de los soldados republicanos. Por desgracia, no tengo el expediente de aprobación del libro. Creo que la exposición de motivos que permitían su libre circulación sería sumamente instructiva respecto a los criterios clasistas, religiosos y patrióticos de Juan Aparicio y de los probos funcionarios de la Sección de Orientación Bibliográfica del Ministerio.
Como expuse en Coto vedado, una conjunción feliz de casualidades hizo que mis dos novelas llegaran a manos del gran traductor Maurice-Edgard Coindreau -quien, antes de verter a su idioma la obra de Dos Passos, Faulkner, Hemingway y Capote, había iniciado su carrera trasladando al francés Divinas palabras, de Valle-Inclán-. Coindreau, amigo de Dos Passos y de José Robles, cuyo destino trágico evoca Ignacio Martínez de Pisón en su reciente libro Enterrar a los muertos, propuso mis dos novelas a la editorial Gallimard, y este generoso interés suyo por ellas fue el punto de partida de una serie de sucesos que cambiaron radicalmente mi vida: encuentro con Monique Lange en su despacho del 5, Rue Sébastien-Bottin, amistad con Jean Genet, decisión de escapar de la sordidez política y cultural del franquismo e instalarme en París. ¡Una verdadera confabulación del azar que no ceso de agradecer a quienes sin saberlo contribuyeron a ella!
El historial de Fiestas, escrita en 1955 con aquella maravillosa facilidad que perdí de forma definitiva al componer Don Julián, es más largo y accidentado. Mi objetivo -describir la vida de un barrio pobre de Barcelona situado in mente entre el Paralelo y Montjuïc, pero sin localización explícita, durante los fastos y ceremonias del Congreso Eucarístico de 1952, al que mis amigos descreídos llamaban entonces la Olimpiada de la Hostia- chocaba de frente con los criterios selectivos de la censura, y su publicación en España resultaba más que dudosa. Los dos lectores amigos a quienes confié el manuscrito fueron tajantes: "No pasará". Decidí entonces enviarlo a París, en donde Monique Lange, valiéndose de sus relaciones de trabajo con los editores hispanoamericanos, lo transmitió a Emecé. Se trataba de una primera versión no corregida, mas fue aceptada de inmediato por su comité de lectura. Subsiguientemente, modifiqué y pulí el texto, y, siempre a través de Gallimard, lo hice llegar a manos de sus destinatarios. Sin embargo, por una confusión que nunca he aclarado, se imprimió el borrador. El texto enmendado apareció así en otros idiomas antes de salir a la luz en castellano en 1964.
La crítica religiosa, política y social del libro, aunque cauta y expuesta de forma oblicua, respondía a una serie de factores que influyeron en mi entorno literario y cambiaron nuestra percepción del mundo: lectura de obras marxistas, casi siempre en francés; discusiones en el Bar Club de la calle de Córcega con los integrantes de la tertulia de José María Castellet; creación de la primera célula comunista universitaria barcelonesa tras el regreso a España de Manuel Sacristán.
Congreso Eucarístico
La incidencia del prisma ideológico se atenuó por fortuna en mi caso con la presencia de otros elementos compensatorios más próximos a la experiencia personal. Lo acaecido durante el Congreso Eucarístico -lavado de cara de la ciudad para ofrecer una buena imagen de ella a turistas y peregrinos; destrucción de los barrios de chabolas próximos a la Diagonal y al trayecto oficial del Nuncio- es el hilo de una trama que convoca a algunos personajes novelescos inspirados por mis correrías por el puerto y el barrio de la Barceloneta. En un relato de Para vivir aquí recreo minuciosamente el ambiente del varadero flotante en el que conocí a Raimundo, aquel marino y estibador sin familia ni domicilio cuyo cuerpo y estampa ruda me fascinaron. Él fue el modelo de Gorila -reproduje lo mejor que pude su rusticidad y la forma de narrar su estancia en Fernando Poo, en donde había vivido amancebado con una nativa de la isla- y, en la relación amistosa que en la novela mantiene con Pipo, se transparenta de modo sublimado mi ambigua amistad con él. Dicha sublimación de la libido, tal como la percibo ahora, traducía la imposibilidad de exponer claramente el oscuro objeto de mi deseo. Proyectándolo en un chiquillo, hallaba una manera de hacerlo aceptable para mí y el lector. La misma situación, la del niño admirativo del hombre de pelo en pecho, se reitera en uno de los relatos de Fin de fiesta y reaparece aún en la furtiva relación infantil de Álvaro Mendiola con el maquis Jerónimo en el primer capítulo de Señas de identidad. El episodio de la brutal sodomización de Alvarito en Don Julián me liberó para siempre de la pasión censurada y abrió las compuertas de la escritura desinhibida de mi madurez literaria y humana. Volviendo a Fiestas, creo que el conflicto larvado entre la burguesía venida a menos y los inmigrantes del sur hacinados en las barracas -a los que Jaime Gil de Biedma dedicó uno de sus mejores poemas- conserva un sabor actual, aunque los últimos, instalados no en chabolas, sino en el corazón del Raval y los barrios periféricos, hayan sido reemplazados por otros oriundos del Magreb, Iberoamérica y Pakistán. Como puede advertir el lector, cambian los actores, pero la trama tejida con temores y prejuicios se reitera con lamentable tenacidad. La Barcelona significativamente descatalanizada que intenté retratar entonces era el reverso burlón y mordaz de la imagen oficial de la época. Una combinación no siempre lograda de sátira y de poesía la distingue del común de las novelas apriscadas ritualmente por la crítica en el apartado del realismo social.
Años después de la publicación de Fiestas en Buenos Aires, pedí a mis amigos de Destino que tentaran la suerte con el Departamento de Orientación y Consulta: el furor represivo de la censura había amainado un tanto desde la llegada de Fraga Iribarne al Ministerio de la Información al servicio del Turismo y, aunque sin confiar demasiado en el posibilismo defendido por algunos colegas míos, pensé que valía la pena aprovechar los resquicios abiertos en el muro de la fortaleza asediada por la mutación imparable de nuestra sociedad. En el intervalo de la edición argentina y la gestión confiada a la editorial barcelonesa, dos episodios de gran resonancia mediática fuera de España habían suscitado un aluvión de ataques a mi modesta persona y la de mi hermano Luis: la detención y encarcelamiento de éste a raíz de su participación en un congreso del PCE clandestino en Praga en 1961 y la campaña de insultos de la que fui objeto en febrero de 1961, con motivo de la presentación de la edición italiana de La resaca, cuando un comando fascista, en connivencia con el cónsul de España en Milán, arrojó una bomba de humo en el Teatrino del Corso, en donde se celebraba el acto, aprovechó la confusión creada para apoderarse del documental programado para aquél y la película robada fue exhibida días después, con cortes, añadidos y una banda sonora distinta, en Televisión Española, que me achacó encima su autoría o, por mejor decir, fechoría. En En los reinos de taifa pormenorizo el incidente y sus consecuencias, lo que me dispensa de hacerlo aquí.
El conocimiento de este doble trasfondo -la diabolización del apellido, mío y de mi hermano; el tímido aperturismo del Régimen- resulta necesario para la comprensión del informe de la Sección de Orientación Bibliográfica del Ministerio con fecha del 26 de agosto de 1963, informe que reproduzco también con todas sus incongruencias y errores ortográficos: "Barracas y suburbios de Barcelona en los días del Congreso Eucarístico. Pescadores borrachos y fulaneros, un profesor de ideas liberales, muchos niños, bastantes fulanas, y la música de fondo del Congreso y la crítica política. No hay más. No se explica uno, literalmente digo, como estos autores, estos dos hermanos tienen tanta aceptación en el extrangero (sic). Las razones son claras".
El "extrangero"
"A nuestro juicio, las críticas, el aire crítico de la novela no es manifiestamente contra el Régimen, lo que hagan o no los ayuntamientos y jerarquías de la Iglesia no es el Régimen. Con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes [léase mi hermano Luis y yo] se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extrangero (sic). No hacerle (sic) el juego. No darles pies (sic) a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tienen consistencia literaria alguna, sólo política por supuestas represiones. Condenémosle (sic) a la libertad, a la libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar".
"Llamamos la atención, por si pudiera considerarse la supresión de lo señalado en las páginas 37, 188, 191, 192, 193, 194. Pero insistimos en no hacer 'mártir' (sic) a estos niños".
En las páginas indicadas por el censor, la 37, que corresponde a la 40 de la edición de Destino, concierne al siguiente párrafo, del que han sido cortadas las líneas que pongo en cursiva:
"Al final de la guerra, habían inscrito en ella [se trata de la fachada de una casa] una leyenda: POR EL IMPERIO HACIA DIOS, en gruesos caracteres negros, pero el calor y las lluvias la habían desfigurado. Ahora lucía un cartel flamante, BEBA COCA-COLA, que anunciaba una hermosa mujer de pelo rubio y cara sonrosada".
Los demás cortes propuestos corresponden a una conversación de connotaciones políticas claras, entre el "profesor de ideas liberales" y un vecino favorable a la expulsión de los chabolistas en aras de la buena imagen de una ciudad en la que los milagros urbanísticos se repiten de forma regular al hilo del tiempo. Fiestas se imprimió íntegramente unos meses más tarde y, aunque no volví a asomarme a sus páginas sino en fecha reciente, concluí su lectura con cierto cariño y sin el temido sonrojo.
Si el reencuentro con las novelas escritas entre los veintitrés y veintisiete años por un lector voraz, pero inexperto plumífero, ha sido en el caso de Juegos de manos, Duelo en el paraíso y Fiestas menos abrupto y decepcionante de lo que me temía, el salto atrás a las páginas de El circo me abruma con su irremediable mediocridad. ¿Cómo pude perpetrar, me digo, semejante bodrio, mal escrito, plagado de escenas convencionales y de pláticas tan tediosas como manidas? ¿Esas discusiones de señoras o señoritas escandalizadas por la irrupción de formas de vida y modales foráneos? ¿Ese consabido armazón de diálogos insustanciales con sus dijo, repuso, murmuró, explicó, sollozó, etcétera, reiterados aún hoy hasta la saciedad en las novelas aupadas al palmarés de los superventas? Me cuesta admitir que su autor fuera yo. Lo que podría haber vertebrado un relato de diez páginas -la fuite en avant del mitómano Utah, perdido en sus fantasías alcohólicas y sueños de aventura- se extiende a lo largo de doscientas cuarenta mediante la introducción de materiales de relleno y escenas triviales, cruelmente desprovistas de todo asomo de originalidad.
El circo es un remedo de mis novelas anteriores, y sus frecuentes incorrecciones léxicas y sintácticas, metáforas alicortas y descripciones grises la condenan irremisiblemente al panteón de la mala literatura. Si los errores y disparates en los que incurrí deben ser incluidos en estas Obras (in)completas en la medida que muestran mis titubeos y traspiés ideológicos, políticos y literarios, la mediocridad merece tan sólo la piedad del olvido. Reimprimir doscientas cuarenta páginas de una obra de inspiración parva y escrita con apresuramiento durante mis seis meses de prácticas de sargento de las milicias universitarias en el Regimiento de Infantería Badajoz número 6, sería únicamente una pérdida de papel y, sobre todo, de tiempo. Evitaré, con la debida cortesía, ese trance al lector.
Escribí La resaca en Francia a lo largo de 1957. Mi radicalización política -el propósito de denunciar la situación de abandono y miseria de los inmigrantes oriundos de Andalucía, Murcia y Extremadura hacinados en el cinturón de chabolas que rodeaba entonces Barcelona- se transparenta a lo largo de sus páginas. Sabía que su publicación sería imposible en España y, desembarazado de toda preocupación referente a la censura, la compuse con el entusiasmo de un manumiso que estrena su libertad.
Nueva vida en París
A mi llegada a París -la nueva vida con Monique en su apartamento del Sentier- trabé pronto amistad con Antonio Soriano, cuya Librairie des Éditions Espagnoles del 72 de la Rue de Seine comencé a frecuentar con asiduidad. Me reunía allí una vez por semana con otros exiliados, voluntarios o forzados, con quienes intercambiaba noticias e ideas. Tuñón de Lara, Francisco Fernández Santos, Roberto Mesa, Paco Farreras -la lista alcanzaba alrededor de una docena de contertulios- discutían en la trastienda sobre la crisis inminente del Régimen y las posibilidades de derrocarlo. Eran los tiempos de la política de Reconciliación Nacional propugnada por el Partido, y el optimismo contagioso de nuestros compañeros comunistas nos inducía a creer ingenuamente que el franquismo tenía sus días contados.
Cuando acabé la redacción de La resaca, ofrecí el manuscrito a Soriano y, de común acuerdo, decidimos publicarlo con el nuevo sello, creado para la circunstancia, del Club del Libro Español. La novela, impresa en una edición de dos mil ejemplares numerados, con una bellísima encuadernación en tela y sugestivas hojas de guarda que mantienen al cabo de los años toda su exquisitez, fue el origen de una larga y fructífera colaboración mía con su editor: tras La resaca, reimpresa después en rústica, el Club del Libro Español dio a la estampa La Chanca, de imposible publicación en España, y Pueblo en marcha, que recoge las impresiones de mi primer viaje a la Cuba revolucionaria a finales de 1961.
Si las correrías por el puerto y la Barceloneta habían alimentado la trama narrativa de Fiestas, el espacio en el que se enmarca La resaca abarca los antiguos merenderos de aquélla y su extensión, en tramos separados por huertecillos y fábricas hasta el siniestro Campo de la Bota de los fusilamientos de la posguerra y la desembocadura del Besós. Quienes deambulan hoy por el paseo Marítimo y contemplan el bullicio de sus playas camino del puerto Olímpico, no pueden imaginar siquiera el panorama tercermundista de centenares y centenares de barracas construidas a la buena de Dios, con chapa, latón y pizarra, en las que malvivían al borde del mar, como en la actual franja de Gaza, la población gitana y los nuevos catalanes, llamados entonces, con un matiz despectivo, murcianos o charnegos. Allí acudían de vez en cuando los catequistas de Acción Católica para preparar la primera comunión de los chavales y, más a menudo, los guardias civiles y policías de paisano en busca de los carteristas o miembros de las pandillas que imponían su ley en la zona y realizaban sus correrías en los barrios pudientes de la ciudad.
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