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Columna
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Edades perversas

Hace algún tiempo, un anuncio prometía a los jóvenes: "¡Vas a ser necesario!"; para ello -para lograr trabajo- había que estudiar Administración de Empresas en una universidad privada. Ya sabemos que la publicidad todo lo exagera. El hecho de ser joven se contempla hoy, por sí solo y no con demasiadas razones de peso, como un gran premio. Si no fuera así, nadie se empeñaría en permanecer joven por los siglos de los siglos, ni existirían tantos negocios cuyo éxito floreciente consiste en conjurar el paso del tiempo por los cuerpos y las almas de los contemporáneos.

Una sociedad donde todos son jóvenes es una idea tan ridícula, inútil y tonta que se convierte en un peligro público. Las primeras víctimas de esa manía contemporánea de ser siempre joven son los propios jóvenes. Lo joven es un grado de excelencia -reconocido por el acceso al premio del trabajo- si va acompañado de certificados de preparación y experiencia suficientes, lo cual no suele lograrse antes de los 30 años. A esa edad puede empezar una etapa de plenitud que difícilmente traspasa la barrera de los 45 años. De nuevo el test laboral confirma que a no pocos cuarentones comienza a pasárseles el arroz. A los 50, hoy, en España, uno está ya al borde de la prejubilación no sólo laboral, sino sobre todo social.

Los jóvenes españoles saben perfectamente -tienen padres- que la vida plena apenas dura 15 años: un horizonte poco tranquilizador que se suele vivir con angustia. ¡Qué horror, envejecer!, ¡menuda maldición!: es una queja universalmente patriótica, españolísima, que desde hace años no distingue si uno ha nacido en Cataluña o en Valladolid. Detener el tiempo a los 35 años: ése es el sueño, la gran trampa que nos tendemos a nosotros mismos.

"Hay que prepararse para vivir 100 años", dice desde hace una década la demógrafa Anna Cabré. Sólo se le ha hecho caso -quien ha podido- en ese asunto de la apariencia física: tipos de 60 años hoy aparentan 40, pero se saben condenados a envejecer. La vejez -conquista espléndida de la ciencia- no se asume con alegría más que en caso de personas excepcionales en extravagantes momentos de lucidez rebelde. Con lo cual podremos vivir 100 años corroídos por la nostalgia, de mala manera, como si hubiéramos hecho un mal negocio. Lo joven, qué lástima, es cruel tiranía.

Acabo de leer un breve y aleccionador informe sobre la muerte civil y política de los mayores de 64 años en España: siete millones de ciudadanos. La Federació d'Associacions de Gent Gran de Catalunya ha ofrecido los datos siguientes: apenas el 3% de los representantes políticos de este país tienen más de 64 años. En el Parlamento Europeo el porcentaje es del 8,7%, casi tres veces más. En los ayuntamientos más importantes de España el porcentaje de mayores de 64 años es del 1,5%; en los parlamentos de las comunidades autónomas, del 3,04%; en el Parlamento español, del 2,8%. En la ejecutiva del PSOE no hay ningún mayor; en el PP, el 2,2%.

En cambio, los mayores suponen el 22% del electorado y los expertos explican que son votantes constantes que no suelen abstenerse porque pertenecen a generaciones a las que se les negó el voto muchos años. El informe fue presentado en un congreso celebrado en Madrid esta semana y se estudió también un preocupante incremento de la tasa de suicidios a partir de los 65 años.

De todo ello se puede deducir que ser viejo resulta un incordio social, una insoportable condena al ostracismo. Es más grave constatar la estúpida forma de entender la vida que lleva a esta situación colectiva de ¡viejos, fuera! Improductivos y, por tanto, innecesarios, los mayores existen como consumidores de sanidad, farmacia, televisión y turismo fuera de temporada. Los jóvenes de hoy serán viejos mañana, pero no está claro que esto les interese demasiado. Si fuera así, se prepararían otro futuro.

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