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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El miedo

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Llevo cinco días en un hotel de Corso Magenta, en Milán, pensando en ocasiones en el síndrome de Ulises, una enfermedad de diagnóstico reciente, un malestar que llega de la pena, de la nostalgia, de lo que sufren los inmigrantes en la soledad de un país desconocido y que se manifiesta a través de convulsiones y desmayos y -me atrevería a añadir ahora- de terrores mentales que vienen de la noche de los tiempos y que Edgar Allan Poe reveló a Occidente inventando, de paso, el cuento moderno.

Me he llevado a Milán El síndrome de Ulises, una novela en la que el colombiano Santiago Gamboa habla de la raíz de este mal que no sólo procede de la pena, sino también del miedo. Del miedo, nuestro maestro. Como se sabe, gracias a él hemos logrado sobrevivir como especie, pero también es cierto que el miedo es temible, precisamente porque también tiene miedo.

Hará ya tres semanas conté en una entrevista a Xevi Planas que mi primer recuerdo del miedo está situado en el verano del 51 en Sant Andreu de Llavaneres. No sé cómo fue que me acordé de esa primera aparición del miedo en mi vida. El primer terror me llegó viendo indios apaches en una película. Yo tenía tres años y el colapso mental que me produjo la presencia en la pantalla de personas extrañas a mi familia me dejó una huella que se agrandó en la adolescencia cuando el miedo reapareció en el interior del primer televisor que tuvimos en casa, creí encontrarme de nuevo con el miedo en un telefilme de la serie Lo inesperado. En la primera entrega de esa serie, una familia oía ruidos extraños en su hogar, dulce hogar, hasta que se hacía evidente que había un extraño en la casa. De nuevo, el miedo a lo de afuera, en este caso directamente infiltrado en el interior de lo familiar.

"Salir, qué aventura", leemos al principio de la novela barojiana de Gamboa, novela escrita a base de las experiencias reales de quien, venciendo al miedo, se atrevió a mirar qué había más allá de su familia y se presentó en París a principios de los noventa y conoció una ciudad muy alejada del lujo de los glamourosos Scott Fitzgerald y Hemingway. De hecho, El síndrome de Ulises -gran obra de ficción basada en una realidad parisina de bajos fondos salvajes- es el reverso de libros como París era una fiesta. El libro de Gamboa es una novela sobre el ir y venir de emigrantes de todo el mundo por el París de los noventa, y hay en ella un inagotable desfile de nostálgicas almas de miserables a lo Víctor Hugo que malviven en esa ciudad, sumidas en la espiral del horror de nuestros días, en el "gran torbellino del mundo", que diría Baroja.

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Como suelo inventar citas, me invento algo que perfectamente pudo decir Juan Marsé en la noche del último Planeta: "Dejemos las mujeres guapas a los hombres sin imaginación".

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En los años noventa tuve un enemigo muy serio, un tipo que no sabía que se puede creer en Dios y al mismo tiempo no creer en él. Un perseguidor psicópata, un neurótico obsesionado con los mecanismos de la creación, que diría un crítico literario de esta casa. Recordaba, en su aspecto físico, a Andrés Trapiello pero, por supuesto, no era él. Además de un enemigo, en los años noventa también tuve, por cierto, un amor. Ahora, cuando recuerdo aquellos días, me doy cuenta de lo mucho que aprendí del miedo y lo poco, en cambio, del amor. No andaba nada equivocado Nietzsche cuando decía que el miedo ha favorecido más el conocimiento general del ser humano que el amor, pues el miedo quiere adivinar quién es el otro, qué es lo que puede, qué es lo que quiere: equivocarse en esa cuestión constituiría un peligro y una desventaja. En cambio, yo creo que todos sabemos que el amor tiene una mentecata tendencia a ver en el otro la mayor cantidad posible de cosas bellas, lo que no ayuda nada al conocimiento general del ser humano. En definitiva, que el miedo es útil en muchísimos aspectos. Un asunto distinto es cómo se manipula ese miedo a través de los informativos de televisión, por ejemplo. Con la gripe aviar, ha pasado a un segundo plano el terrorismo islámico, pero cualquier día de éstos podemos volver a tenerlo entre nosotros, quién sabe si acompañado de nuevas noticias alarmantes sobre la gripe, y todo bien aliñado con infatigables huracanes y terremotos que nos tengan literal y ya definitivamente aterrados, incapaces de movilizarnos contra esos poderes que parecen tener a la televisión a su servicio.

El objetivo es tenernos quietos y completamente desalentados. Parecen actuar como las dictaduras, pues utilizan el miedo para que nadie tenga tiempo de pensar en otras cosas, para que vivamos entretenidos y despavoridos. Cuando leo que van a instalar cámaras de videovigilancia en las calles de las ciudades andaluzas y afirman que esas cámaras tendrán limitada la visión hacia arriba para evitar que graben en el interior de las viviendas, me acuerdo de Mariano Maresca, que a propósito de esto escribió, el otro día, que se trataba de una delicadeza innecesaria, pues en todas las casas ya hay un televisor que funciona como una inmensa cámara de videovigilancia global al tiempo que -añadiría yo ahora- escupe miedos incesantes que nos tienen con el alma en un puño, en un clima apocalíptico severo y brutal, y también grotesco pues, todo hay que decirlo, es básicamente un miedo que a veces oscila, de una forma hilarante, entre pollos griposos, talibanes y tifones.

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