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Columna
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Lento

PAUL RAYMENT, un sexagenario australiano de origen francés, que disfruta en solitario de una holgada existencia en la ciudad de Adelaida, ve cierto día súbitamente quebrantada su vida por un accidente de tráfico, a resultas del cual se le amputa una de sus piernas por encima de la rodilla. Según se va recuperando de semejante trauma, descubre con amarga parsimonia que no sólo ha perdido movilidad, sino que ha sido introducido sin previo aviso en el desvalimiento irreversible de la ancianidad. De buena apariencia física, inteligencia despierta, gusto refinado y buena posición económica, el hasta entonces orgulloso Paul tiene que asumir, como todo inválido, que ha de depender de la gente más inverosímil y, lo que es peor, que ya no existe para los demás sino como objeto de una compasión sólo excepcionalmente gratuita.

Tal es el arranque de la última novela de J. M. Coetzee, el escritor surafricano de 65 años que reside, desde hace tres, en Adelaida, novela titulada en castellano Hombre lento (Mondadori). El desarrollo de la misma consiste en la narración de los enredos eróticos en los que se encuentra envuelto Paul Rayment, cuando, por una parte, se agarra a lo que le queda de vida a través de su amor por una enfermera croata de mediana edad y la familia de ésta, entre los que trata patéticamente de inmiscuirse en calidad de protector-protegido, pero también, por otra, cuando irrumpe en escena la vivaracha escritora Elisabeth Costello, un personaje ya usado antes por Coetzee como trasunto literario de sí mismo, y que, en el drama descrito en Hombre lento, no sólo actúa como indeseada consejera del atormentado inválido, sino que se propone a sí misma como la genuina pareja para que ambos afronten juntos su correspondiente ya próximo adiós a la vida; o sea, que, por decirlo de alguna manera, Coetzee se corta imaginariamente una pierna y se debate, en la meditación sobre cómo ha de asumirse el trance final de la existencia, entre si lo mejor es apropiarse, a cualquier precio, del cariño vicario de los demás o aceptar su propia soledad desdoblándose en sí mismo y su conciencia.

Por lo demás, ni que decir tiene que, en este debate trinitario de Coetzee-Rayment-Costello, se nos plantea, con ansiedad y corrosivo humor, todos los dilemas por los que se ha de pasar cuando alguien toma conciencia de que su vida ha iniciado el indefinido momento crepuscular, incluido el muy engorroso de transformar el acuciante deseo sexual en un pausado amor desinteresado. Sin entrar en detalles, este dilema de la tullida vejez es la escuela del desvalimiento o, si se quiere, el aprendizaje de la lentitud. Entre las muchas cosas que nos sugiere Coetzee al respeto, sin darnos jamás una solución, está la de graduarse en las pérdidas, dejándonos entrever que lo que entonces se hace peor caminando quizá te lleve más deprisa al corazón de la realidad, lo cual es un incontaminado saber, porque no busca nada y, aun menos, pide algo a cambio. La invulnerabilidad de lo vulnerable: un buen principio para mejorar el final.

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