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Las vallas

Las vallas sólo permiten una contención puntual. Después, aun las más altas y fuertes se vuelven permeables y, un día, desaparecen. O bien, súbitamente, los ciudadanos las destruyen. La Muralla China, el Telón de Acero, el Muro de Berlín, de Israel... Lo ideal, siempre, es actuar con tal capacidad de anticipación -facultad distintiva de la especie humana- que sean innecesarias. Pero, en cualquier caso, debemos ir de inmediato a las raíces de los problemas, a conocer por qué, a riesgo de su propia vida con frecuencia, se saltan vallas y se derriban muros. Y así, no ofreceríamos el espectáculo de denunciar la situación actual y reclamar, delante de las cámaras de televisión, el respeto a los derechos humanos de unos cuantos, cuando durante años miles de emigrantes han atravesado -y perecido ahogados a menudo- la "valla marina" en las patéticas pateras, portadores de los mismos derechos, ilusiones y afrentas que los que en las últimas semanas hemos visto en directo asaltando vallas con la trágica e insuperable pértiga del hambre y el desamparo.

¿Con qué justificación reclaman ahora con grandes aspavientos derechos humanos quienes dejaron a los emigrantes sin legalizar al albur de contratos ocasionales en indignas condiciones? ¿Por qué atribuyen responsabilidades sólo a Marruecos ciertos políticos, países e instancias europeas que han incumplido reiteradamente las suyas en relación al desarrollo de los países más necesitados? ¡Qué bien que ahora, sea como sea, se hable de derechos humanos! Sería fantástico que todos, gobernantes, parlamentarios, concejales, medios de comunicación, centros docentes, asociaciones... aprovecharan esta infausta ocasión para releer minuciosamente la Declaración Universal, empezando por su luminoso preámbulo que reza así: "Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias...". ¿Nos damos cuenta?: ¡Liberados del miedo y de la miseria! ¡Cuántas cosas cambiarían! En lugar de atemorizar con augurios apocalípticos, serenar, conocer, prever, mitigar. En lugar de seguir aplazando los compromisos adquiridos hace más de treinta años en relación al desarrollo de los países menos avanzados y seguir explotando sus recursos naturales, invertir en su progreso, en su autoestima.

El año 2000, los jefes de Estado y de Gobierno declararon solemnemente en las Naciones Unidas los "Objetivos del Milenio". En el objetivo V, sobre derechos humanos, democracia y buena gobernación, se dice: "No escatimaremos esfuerzos y adoptaremos las medidas pertinentes que aseguren el respeto a los derechos humanos y eviten actos de racismo y de xenofobia que tienen lugar en muchas sociedades y promuevan una mayor armonía y tolerancia en todas ellas". En la Cumbre que acaba de celebrarse el pasado mes de septiembre en Nueva York, después de haber constatado el escaso seguimiento de ésta y otras resoluciones tan esenciales como la erradicación de la pobreza, se alcanzaron, a pesar de todo, acuerdos tan importantes como el siguiente: "Reconocemos el importante nexo que existe entre la emigración internacional y el desarrollo, y la necesidad de hacer frente a los desafíos y oportunidades que la emigración presenta en los países de origen, de destino y de tránsito".

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Deber de memoria. Hace pocos años, en la década de los sesenta del siglo pasado, eran los españoles los que traspasaban la línea de la abundancia, situada entonces en los Pirineos. Desde allí se iban esparciendo en los países que necesitaban su contribución para el desempeño de labores que sus ciudadanos, por el grado de prosperidad alcanzada, habían dejado de ejercer progresivamente. Vino después la emigración intra-española y, más tarde, al incorporarse España al barrio acaudalado de la aldea global, la inmigración extranjera, cuyo destino no es sólo nuestro país sino la Unión Europea.

Deber de memoria para cumplir, por fin, las reiteradas promesas de ayuda para la capacitación y desarrollo endógeno en los países de origen, de tal modo que abandonar sus hogares y familias no sea una cuestión de imperiosa necesidad para sobrevivir sino que se convierta en un proceso de incorporación e integración resultante de convenios que beneficien a ambas partes. Es ahora cuando nos damos cuenta del enorme error que ha representado incumplir las previsiones de cooperación internacional fijadas en los años setenta en las Naciones Unidas y, en concreto, la aportación del 0,7% del PIB de los países más avanzados para impulsar el desarrollo de los rezagados. La sustitución de las ayudas por préstamos trastocó todavía más aquellas previsiones y el resultado ha sido -a pesar de las denuncias formuladas por múltiples instituciones, organizaciones no gubernamentales, etcétera, durante tantos años- el empobrecimiento y endeudamiento, ampliándose en lugar de reducirse la brecha que separa a ricos y pobres, haciéndose más profundo el desgarro en el tejido social a escala planetaria que se quería remediar.

La mejor manera de evitar las vallas en el futuro sería el acuerdo que puede salir de la conferencia euroafricana que acaba de proponer el Gobierno español. El secretario general de las Naciones Unidas había afirmado -reafirmado- que la inmigración no se resuelve con arrestos sino con derechos humanos. Empezando por una movilización general en favor de la ayuda que desde hace más de 40 años venimos escamoteando a los países más necesitados.

La mejor "valla" sería -a imitación del Plan Marshall- un plan mundial de desarrollo (agrícola, industrial, sanitario, cultural, educativo, de vivienda digna...) en las zonas más empobrecidas de la tierra. Esta movilización pluridimensional sería la mejor base para la estabilidad y seguridad del mundo en su conjunto. Es urgente, para ello, aceptar el fracaso de la sustitución de valores universales por las leyes del mercado y volver al ejercicio de la política guiada por unos ideales e ideologías fundamentados en lo que la Constitución de la Unesco denomina "principios democráticos": justicia, libertad, igualdad y solidaridad. La acción solidaria, el respeto a todas las etnias y culturas, son el mejor garante de la unidad. Hay quienes se empeñan en mantener unido lo diverso por la fuerza. Se equivocan. Es imprescindible extraer las lecciones de la historia y evitar actitudes que no llevaron precisamente a la armonía y complementariedad sino al conflicto y a la violencia. La fuerza, pasajera, no puede sustituir a la voluntad de convivencia. La grandeza del crisol de identidades distintas reside en los vínculos de solidaridad.

Las vallas más difíciles de franquear y derruir son las vallas en la mente. Que nadie lo olvide. Vallas de palabras apresuradas y juicios irreflexivos, cuando se reac-ciona ante una iniciativa sin haberla estudiado detenidamente, y se rechaza, se condena, se resaltan los aspectos que pueden hacerla aparecer nociva a los ojos de la ciudadanía. No es así como se mejorará el futuro. Es trabajando, exponiendo serenamente los puntos de vista, escuchando los de los otros, sin descalificaciones anticipadas. Más pronto que tarde, son las propuestas y no las protestas las que contarán a todos los efectos.

Vallas de doble rasero, como cuando se invocan los derechos humanos de los cubanos y se pasan por alto los de los prisioneros de la base norteamericana de Guantánamo, en la misma isla cubana. Vallas de silencio, de malentendidos, vallas de manipulación de la opinión pública. Junto a la libertad de expresión es imprescindible la libertad de información, lo más fidedigna posible.

Y también, vallas de intereses comerciales, como la de los subsidios agrícolas de la Unión Europea y de los Estados Unidos que representan más de 1.000 millones de dólares al día... Vallas, en fin, al acercamiento, al conocimiento recíproco. La solución es la conversación serena, el análisis conjunto, la escucha. Diálogo entre culturas y civilizaciones para conseguir la alianza en lugar del enfrentamiento, para que la aspiración de la inmensa mayoría de los ciudadanos de vivir en paz, permita aislar a los violentos, incluidos a los que sólo ponen vallas para defenderse y olvidan a los seres humanos que intentan derribarlas. No es por el repliegue y la muralla como se protege una cultura. Es por el intercambio, por el enriquecimiento mutuo. Es por la palabra. Cuando parezca que no hay salida, en medio de la confusión y del desorden, hablar. Hablar y compartir compromisos, porque el acatamiento, la aceptación, el papel de espectador... está llegando a su fin. Nunca se justifica la violencia. Y nunca se vence del todo por la fuerza. Para este mundo sin vallas físicas ni intelectuales, es necesaria, hoy más que nunca, la existencia del marco ético-jurídico que a escala supranacional representan las Naciones Unidas.

En septiembre de 1994, en un concierto dirigido en Oslo por Zubin Mehta, cuyo coro se hallaba compuesto por niños y jóvenes palestinos e israelíes, escribí un poema que se iniciaba así: "Y plantaremos olivos/donde antes había espinos". Esto es lo que, todos juntos, debemos hacer. Para que otros vean sus derechos humanos por fin respetados, nosotros, los más prósperos, debemos cumplir cotidianamente nuestros deberes. Por encima de intereses de toda índole a corto plazo. Pensando en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Esta es la diferencia, se dice, entre los estadistas y los políticos de escasa envergadura. A éstos quizás los aplaudan frenéticamente el halo de halagadores y los instalados. Pero los jóvenes, los que han comprendido -a veces con no poca inercia y reticencias iniciales- que lo que cuenta es el mañana, les menospreciarán porque -como escribió Albert Camus- "pudiendo tanto se atrevieron a tan poco". Porque cuando debían pensar de verdad en los demás pensaron en sí mismos.

Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz.

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