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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Estar loco no es una ganga

Hay locos que hacen negocios de locos aun a riesgo de pasar una temporada entre rejas y otros que ven pasar su vida entre rejas invisibles porque los cuidados de la salud mental no figuran en las prioridades de la agenda política

Indefensión

Creo haberlo comentado antes alguna vez: el loco es el ser más desvalido de este mundo, más incluso que los niños, porque por lo común es adulto y le resulta muy difícil valerse por sí mismo. No es verdad que de poetas y de locos todos tengamos un poco, por más que hablando en una ocasión con Castilla del Pino me dijo que me asombraría la cantidad de psiquiatras que están como cabras. Pero una cosa es padecer de esquizofrenia o de trastorno bipolar y otra cosa es aprovechar pequeñas locuras profesionales para beneficiarse de la enfermedad de los demás. El loco está desatendido, y la vida en familia es una zozobra continua que sólo quien la ha sufrido es capaz de calibrar. Pero no hay dinero para eso, como no lo hay para todo aquello que resulta vital para los colectivos más desfavorecidos. Y que viva el Palau de les Arts, esa pasmosa locura que pagamos entre todos.

Construcciones

Si el de la construcción fuera un negocio honorable (pero qué negocio no es estafa, se preguntaba Darío Fo) sobrarían las recalificaciones sobrevenidas de millones de metros cuadrados de terrenos, en una almoneda enloquecida que abriga la ilusión de que todo es urbanizable, a favor de un consenso social para el que no serían suficientes la buena voluntad o los manejos de concejales con reinados por cuatro años que ceden a la tentación de enriquecerse como sea antes de dejar el cargo. La obscenidad de esas disparatadas operaciones carece de todo respeto por el presente, además de hipotecar gravemente el futuro. Un futuro que, además, parece incapaz de dejar una herencia distinta a la de un horizonte interminable de adosados agrietados a los descendientes de quienes con tanta alegría como codicia devoran cuanto encuentran a su paso.

Harold Pinter

El premio Nobel de Literatura a Harold Pinter está mucho más que justificado, desde luego, en un autor que ha llenado casi medio siglo con su obra, ya sea dramática o cinematográfica. Algunos comentaristas del acontecimiento lo han comparado con Samuel Beckett, que ya obtuvo el galardón en su momento y ni se molestó en pasar por Estocolmo a recogerlo. Se trata de un error de repostería, claro, ya que en el autor irlandés se trata de decir que nada hay que decir, aunque tenga que decirlo, mientras que el ex joven todavía airado tiene tantas cosas que decir sobre la función enmascaradora del lenguaje que a veces renuncia al habla para rumiar las pausas irresolutivas que lo conforman. También hay que decir que escribió los guiones más estremecedores en la carrera del cineasta Joseph Losey, así que va siendo hora de que Papá Nobel, ese tedio, se abra al mundo de la escritura para el cine, mientras todavía exista.

Muchos años después

Paseando por el Carmen camino del Muvim y, algunas horas más tarde, en la desembocadura del Turia, en tránsito por la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Una simple mirada urbana a bordo del autobús basta para persuadirse de que tal Ciudad es todo lo que uno quiera excepto algo digno de ese nombre. Con la memoria todavía fresca de las ruinas del casco antiguo, el paseante rumia que tampoco sería tan costoso rehabilitar integralmente el barrio y convertirlo en una zona próspera y habitable. Al hilo de esa reflexión inocente, considera que así que pasen cien años apenas quedará nada visible de la rutilante nueva ciudad, y se pregunta en qué clase de cosa todavía más monstruosa podrá reconvertirse ese conjunto de artefactos de los que ahora mismo ni siquiera está claro que se adecuen al uso al que están predestinados. Claro que para entonces la gripe del pollo habrá terminado con todos nosotros.

El último Planeta

Juan Marsé (tal vez el mejor novelista español vivo, junto con Eduardo Mendoza) ha dimitido del jurado del Premio Planeta a causa de algunas sugerencias que hiciera el año pasado al responsable del asunto, sugerencias relacionadas con la forma más adecuada de lidiar con novelas muchas veces impresentables que no fueron atendidas a su gusto. Se requiere de cierto coraje para soliviantarse de ese modo en un mundo, el editorial, que no siempre respeta criterios de calidad a la hora de conceder sus galardones, por no decir casi nunca. La lotería de los premios literarios se mantiene a trompicones para seguir con la ficción de que contamos con una potente industria editorial, pero dada la cantidad de premios que inunda el mercado cuesta creer que en cada cosecha haya no menos de una docena de novelas de trinqui dignas de alzarse con el santo y la limosna. La excepción es aquí la regla. Y Juan Marsé no es precisamente un figurón desprovisto de talento.

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