¡Abre la muralla!
Sí, no dudo que habrá quien me tache de utópico; incluso, algunos hasta pensarán que planteamientos así quedan fuera de la más pura racionalidad. Pero, lo siento; no puedo evitar que desde lo más hondo de mi ser se alce este grito de rebeldía, ante los gravísimos hechos que se viven estos días en la frontera de España, o si prefieren, de la Unión Europea con Marruecos. No puedo apartar mi vista de tantos ojos blancos y vidriosos de dolor que desde la negrura de su destino, parecen preguntarnos silenciosamente, ¿por qué? Me resisto a callar, a mirar para otro lado. Porque seguro que la historia nos pedirá cuentas de tanto silencio.
Desde luego que no tengo la solución al tema de la inmigración, ni creo que nadie la tenga en toda su complejidad. Pero, al menos, si tengo claras algunas ideas fundamentales, que pienso pueden contribuir a un análisis objetivo, desapasionado y más humanitario de esta cuestión.
La primera idea que tengo muy clara es que el derecho a emigrar, a cambiar de lugar para vivir, es un derecho inherente a toda persona; sin que se pueda ignorar que en la raíz, en la causa de los grandes flujos migratorios como el que consideramos, se encuentra siempre una razón política, económica o social. Así, la persecución provocada por regímenes dictatoriales y de tiranía, y la miseria y el desarraigo social que generan estos en la mayoría de sus poblaciones, son la razón principal por la que tantas personas deciden jugarse la vida de otra forma, buscando una oportunidad de sobrevivir. Ahora bien, correlativo al derecho o necesidad de toda persona a emigrar, es el derecho que todo Estado tiene de regular los flujos migratorios que afectan a sus fronteras, en defensa de su propia estabilidad y equilibrio social.
La segunda idea que también me parece clara y además históricamente constatada, es que la esclavitud sólo se combate liberando a las víctimas. Por eso, me parece incomprensible que nuestras autoridades propugnen la devolución inmediata, de quienes volverán a caer una y otra vez en las redes de traficantes de esta nueva forma de esclavitud.
Y la tercera idea que creo también fundamental en esta reflexión, es que las alianzas, sean de civilizaciones, culturales o de intereses meramente económicos, no se cimentan sobre alambradas de espino o sofisticadas murallas de alta tecnología; si no sobre el acercamiento, el respeto, la integración y el bienestar de unos y otros.
Entonces, ¿cómo contemplar a la luz de estas tres ideas o principios fundamentales, el hecho terrible de que cientos, miles de personas, se lancen desesperadas contra la muralla de nuestro bienestar, buscando algún hueco por donde colarse en el mismo? Sin duda, fortalecer la alambrada; disparar con pelotas de goma a los desesperados; o devolverlos a la miseria, poniéndolos en manos de regímenes políticos que no respetan los derechos humanos, no es la solución, como además ya se ha podido comprobar. Alguien calificaba estos días aquí en EL PAÍS esta actitud como propia de bárbaros; afirmación que desde luego comparto. Pero más allá de la barbarie, esa conducta implica una actitud política ciega y poco inteligente. Porque esos miles de inmigrantes subsaharianos no son peligrosos para la estabilidad y el bienestar de Europa. Pero la frustración, la desesperación y el odio que despiertan nuestras murallas y nuestros guardianes, pueden ser el caldo de cultivo de otros odios mucho más peligrosos, como también la historia y el presente nos vienen demostrando.
¿Qué hacer? Es la pregunta que todas las personas de buena fe nos hacemos. Desde luego, abrir la muralla al perseguido, como nos obligan las Convenciones Internacionales; abrir también la muralla al hambriento, al desesperado, y asumir solidariamente entre todos los países de la Unión Europea, la carga de una situación en cuyos orígenes algunos de ellos tienen complicidades manifiestas. Pero la generosidad de esta actitud debe ser además, una clara apuesta a medio y largo plazo, para luchar y combatir las causas de estos flujos migratorios. El apoyo decidido a la gobernabilidad y el compromiso en la construcción de sociedades verdaderamente democráticas en todos los países africanos, es ineludible para la Unión Europea. Y las personas que recibimos desesperadas, muchas de ellas altamente instruidas, pueden ser buen soporte para el desarrollo de alternativas democráticas en tantos países de África. Y en ese camino se debe avanzar con imaginación y sentido de la política, informando a los ciudadanos del alcance y los objetivos de este verdadero abrazo de civilizaciones. Claro que muchos enemigos de este proceso no están lejos, sino aquí entre nosotros. Son las grandes multinacionales europeas que se benefician de la corrupción política y de la falta de democracia.
Y desde luego, ese compromiso no debe ser sólo político. La Unión Europea puede y debe propiciar el desarrollo económico de toda la región, cooperando con los nuevos gobiernos democráticos y propiciando una alianza permanente desde el respeto y el interés mutuo.
De entrada, este camino evitaría muchas muertes y desgracias, al tiempo que humanizaría el final de la aventura de tantos inocentes; y desde luego, nos libraría de la trampa de algún Estado gendarme que pretende sacar tajada de la situación; sin que ello implique renuncia alguna a hacer caer todo el peso de la ley sobre los traficantes y mercaderes de la miseria. Pero como nos demuestra la historia, los traficantes desaparecieron cuando se abolió la esclavitud. Y de la misma forma desaparecerán cuando la miseria y la persecución sean abolidas.
Sí, alcemos todos las manos contra el veneno y el puñal; los negros sus manos negras y los blancos sus blancas manos; pero al corazón del amigo, abrámosle todos esa muralla.
José Ramón Juániz es abogado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.