Una insignia humana
En memoria de Eduardo Haro Tecglen
Para todos, Eduardo Haro Tecglen constituirá siempre una referencia histórica. Para otros, que hemos tenido el privilegio de tratarlo como amigo, ha sido, además, una aparatosa insignia humana. Dentro de la considerable envergadura de Eduardo se agrupaban varios personajes, y era notoria la manera con que él abría los portones de uno a otro cuando, con el roce, iba desgastándose su armazón y dejaba ir adentrándose. No hasta el último fondo, como pueden hacer las personas comunes, sino a una antecámara donde el amigo se encontrara acogido pero no implicado posiblemente en lo peor.
El fondo último, según se aprendía al cabo de los años, lo tenía reservado para sí, y de una forma tan blindada que inducía a imaginarlo compuesto de un material durísimo donde se compactaba algún dolor que no deseaba enseñar. Desde ese núcleo atómico obtenía Eduardo su aire enigmático, de un lado, y de superman, de otro. Jamás pude saber, en su poderoso vuelo sobre cualquier territorio, lo que de verdad entusiasmaba a Eduardo, aparte de las mujeres, porque cualquier quehacer intelectual, entre los numerosos que atendió y con personalidades diversas, lo cumplió a la vez con rigor y una coqueta desgana.
Sus artículos fueron tan brillantes e impecables hasta el último momento que nadie creería en qué plazos brevísimos los redactaba y sin un gramo de esfuerzo. Siempre fue incomparablemente superior al volumen del trabajo, por abrumador que fuera, y cuando ya esperábamos que iba a declararse algo fatigado venía diciendo que le había sobrado tiempo y hasta que se aburría por no tener más ocupación.
Una clave de su estatura intelectual residía, no cabe duda, en su fortaleza natural. Nunca se agotaba con los múltiples encargos, ni le faltaba apetito en la mesa, ni se veía superado por los cientos de libros que recibía cada mes y de los que siempre parecía saber algo o mucho. Realmente sabía mucho, prácticamente de todo si venía por escrito. Y, en los últimos veinte años, no sólo sabía de lo impreso, sino de la vida en las pantallas, donde encontró una afición tan verdadera que nunca pude creerla. Con esa actitud para asuntos extraños a su talante fundacional, llegó, aunque por razones mucho más emocionantes, a ver partidos de fútbol con su hijo. Él, que, como hombre de su época, estaba educado en rehuir la admiración por la proeza física, por la ternura y por el sentimentalismo. Algunos de sus amigos, sin embargo, no fuimos nunca así de duros, y ahora su vacío inverosímil, genuino del gran personaje, deja a nuestra historia marcada y, a compañeros como yo, tan dolidos como culpabilizados por no haber sabido compartirlo más.
EDUARDO HARO TECGLEN. Crítico de teatro, editorialista y articulista de El PAÍS, nació en Pozuelo de Alarcón en 1924 y falleció en Madrid el 19 de octubre de 2005, a los 81 años.
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