Recurrencia del héroe
Podía pasar por una apuesta, pero queda más elegante conceptuarlo como un ejercicio intelectual. ¿Es posible asistir hoy día en la televisión a un corte publicitario sin que aparezcan en algún momento Fernando Alonso o Ronaldinho? Bien, la respuesta es no.
No se trata de una constatación que pretenda desembocar en la protesta. Al fin y al cabo, estamos hablando de dos buenos tipos, incluso de dos tipos verdaderamente grandes en sendas especialidades deportivas. Por otra parte, poca gente concita hoy tan unánimes adhesiones como un deportista exitoso (desde luego, no un oncólogo exitoso). La admiración que despierta el deportista se asienta sobre su condición de héroe no problemático, un héroe que aceptan sin conflicto tirios y troyanos, y susceptible, en consecuencia, de una pacífica y rentabilísima explotación comercial. Quizás a ello haya que añadir la habilidad concreta de ciertos representantes para gestionar la imagen de sus representados, porque uno recuerda la trayectoria ejemplar de muchos otros esforzados de la ruta, del césped, del cuadrilátero, de la pista o de la tierra batida, pero que no han alcanzado ni de lejos la proyección publicitaria de nuestros dos héroes de hoy.
Convivir con Fernando Alonso y Ronaldinho, en la interminable sucesión publicitaria de la televisión nocturna (esa televisión barata, proletaria, pero sobre todo profundamente aburrida, de las cadenas generalistas), se ha convertido en un trámite enojoso, exasperante de tan reiterado y previsible. Uno pone la tele y allí está Ronaldinho promocionando zumos de fruta, taladradoras, yogures líquidos, colecciones de cromos o furgonetas de reparto. Uno pone la tele y se encuentra a Fernando Alonso anunciando galletas de chocolate o galletas saladas, tractores o segadoras, seguros de coche o seguros de vida, frigoríficos, maquinillas de afeitar o licuadoras. No es que se les quiera mal, pero la representación mediática resulta recurrente y pertinaz, de modo que uno empieza a resistirse a esa marca de chicle que masca Ronaldinho o a los copitos de maíz integral que devora Fernando Alonso. Uno incluso conoce a los parientes, no se sabe si reales o imaginarios, de Ronaldinho y Fernando; uno comparte la salita de su casa con la madre de Ronaldinho o el padre de Fernando Alonso. De hecho, nuestros héroes asoman en los anuncios de forma tan íntima, en yuxtaposición tan instantánea, que a veces uno llega a confundirlos o a preguntarse si no serán concuñados. Quizás lo que les une, por encima de tantas marcas como representan, sea su representante: lo que está claro es que si hay un hombre que gestiona la imagen pública de ambos héroes debe de trabajar más que un esclavo egipcio.
Gracias a Fernando y a Ronaldinho uno es consciente de la increíble capacidad productiva del capitalismo contemporáneo y de la vasta oferta que genera, porque se ha convertido en un rito inevitable que la exposición pública de cualquier producto pase por la sanción mediática del genio brasileño del balón o del no menos genial as del volante. Enciendes la tele por la noche y todo deviene inevitable: aparece el careto travieso de Fernando Alonso o la indescriptible barbacana dental de Ronaldinho, para que luego nos enteremos de las bondades que nos aguardan en unos grandes almacenes, en un concesionario de automóviles o, sencillamente, en una línea telefónica atendida las 24 horas. Y así vamos cogiendo sueño, mientras Fernando Alonso promociona fascículos coleccionables, salvapantallas, alimento para perros, gatos o canarios, motos de agua, filtros para piscinas, aislamientos térmicos, batidoras o cortaúñas. Y Ronaldinho ejecuta malabares balompédicos mientras se cantan las excelencias de escafandras, freidoras, extintores o barbacoas.
Desde la extinción del comunismo ya no hay Gran Hermano que quiera espiarnos las conciencias: le basta con vaciarnos los bolsillos y enviarnos por las noches sus escuadras de famosos. Unos famosos que se están volviendo pesados, la verdad, a cuenta de firmar tantos contratos publicitarios.
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