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Columna
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Selene

Desde el principio de los tiempos, la luna gobernó con sus fases el ritmo de las mareas y la proximidad de los partos. Marcó el celo de los lobos, convirtió en álgebra pura el sueño de los poetas provenzales que la llamaban Selene como a una novia, e hizo surgir el primer relámpago de conocimiento que determinó la conquista de la ciencia. El magnetismo lunar dio lugar a leyendas que empezaron a alimentar la imaginación de los neanderthales. Después sirvió de guía a los agricultores del Creciente Fértil para sembrar el centeno y la cebada en las extensas llanuras de cereal entre el Tigris y el Eúfrates y más tarde los sacerdotes elevaron hacia ella sus plegarias desde lo alto de los zigurats.

A la luz de la luna cruzaron el desierto las primeras caravanas de mercaderes que dormían al cielo raso. Pero fueron los griegos quienes consiguieron evaluar sus dimensiones y la distancia desde la Tierra. En el año 1.600 Tycho Brahe se dio cuenta de que la órbita que describía la luna era elíptica y no circular. Entonces comprendió con un chispazo de lucidez que la apariencia caótica y frágil del Universo debía de tener un fundamento secreto, pero cognoscible y elaboró las tablas rudolfinas que fueron la primera fantasía optimista de la ciencia. Gracias a él Newton pudo establecer la ley de la Gravitación Universal. Sus cálculos estaban cargados con la misma potencia que en otro tiempo tuvieron los dioses para ayudarnos a soportar el miedo y el dolor.

También yo recuerdo mi chispazo infantil de fascinación por la luna. Fue una noche de verano, volviendo a casa de la mano de mi padre por un camino de matorrales, cuando vi clavada en una esquina del cielo la uña de una luna menguante balanceándose suavemente mientras a su alrededor centelleaban como puñados de sal, las estrellas. Yo era entonces una niña influenciada por la serie galáctica Perdidos en el espacio y conocía los peligros que encerraba cualquier conexión con el cuartel general del Universo, donde habitan los agujeros negros repletos de monstruos planetarios, pero de pronto aquella conjunción celeste de geometría, catástrofe y esplendor me pareció sagrada y quise formar parte de ella.

Así como el astrónomo danés intuyó la capacidad de la mente para hacer del caos un mundo y se dedicó a explorar el firmamento, yo intuí seguramente la posibilidad de encontrar en ese paisaje solitario e inmenso un orden que cupiera quizá en el pequeño ámbito de un poema.

Ahora la NASA planea regresar a la luna en una misión más ambiciosa que la protagonizada por el Apolo XI en 1969, cuyas imágenes perviven en la memoria colectiva enmarcadas dentro de la pantalla de aquellos primeros televisores Philips de 17 pulgadas. Desde entonces, pese a las conquistas de la cibernética, las cosas no han mejorado mucho aquí abajo, y ahora alrededor de la Tierra hay una costra de CO2 que acabará convirtiendo el planeta en un pedregal absoluto y cuando eso llegue, todos los logros de la humanidad no pasarán de ser un episodio secundario de bioquímica.

Sin embargo, la luna regresa a nosotros cada noche como un sueño blanco, acaso para recordarnos aquel chispazo de fascinación que iluminó un momento de nuestra infancia y determinó para siempre un modo personal de entender nuestra minúscula presencia en el cosmos. Pero es una luz que no vemos por tenerla siempre delante de los ojos.

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