Informe de daños
En medio del actual clima político, tan propenso al sobresalto, a la taquicardia, a la excitación nerviosa y al calificativo grueso, tal vez sea útil una cierta desdramatización del tono y del lenguaje; quizá un análisis frío, casi clínico, de los sucesos de la última semana y de sus efectos pueda ayudar a hacerlos más inteligibles. Intentémoslo, a ver qué pasa.
Durante casi un cuarto de siglo, Cataluña conoció un sistema político que, aun siendo formalmente parlamentario, tuvo en la práctica un fortísimo perfil presidencialista. Coadyuvaron a ello el carácter neofundacional que para el autogobierno tuvo el largo periodo 1980-2003, la infrecuente personalidad de un Jordi Pujol a quien nadie imaginaba haciendo otra cosa que presidir la Generalitat, y también la peculiar relación entre aquél y su partido: Convergència había sido una criatura -y un instrumento- de Pujol, cuya autoridad sobre ella era por tanto omnímoda e inobjetable. En consecuencia, el líder de CiU nombraba y destituía consejeros a su libre albedrío, sin filtros orgánicos ni otra cortapisa que la cuota de carteras reservada a Unió Democràtica.
Tras este único y dilatado precedente, no cabe sorprenderse de que, cuando Pasqual Maragall se puso al frente de la Generalitat, creyera poder seguir el mismo paradigma. Un modelo, además, hacia el que le inclinaban su psicología, su rodaje político en un cargo tan presidencialista como el de alcalde (no olvidemos que de alcalde se deriva alcaldada...) y también los mimos y halagos de que había sido objeto durante aquellos años (1997-2003) en los que encarnó la gran esperanza de los suyos para alcanzar algún día el gobierno de Cataluña. Sí, claro que Maragall era consciente, en diciembre de 2003, de que llegaba al poder en condiciones muy diferentes de las soñadas. Pero es verosímil suponer que, confiando en la aureola del cargo y en su habilidad, apostó por una presidencia fuerte y no mediatizada desde los partidos. La inmediata caída de quien, a modo de primer ministro, hubiera podido hacerle sombra debió de confortar la apuesta maragalliana. Y, de entonces acá, está documentado que algunas de las iniciativas más ruidosas, más dramáticas del presidente -así, la acusación del 3%- fueron lanzadas sin consulta alguna ni a los miembros del Gobierno ni a los grupos que lo sostienen.
Desde tales antecedentes, no tiene nada de estrambótico que, habiendo culminado con éxito personal y político la etapa catalana del nuevo Estatuto, el presidente Maragall considerase llegado el momento de reestructurar su Gobierno. Por razones más o menos objetivas, y también para exhibir y reforzar su autoridad, para ahuyentar el eventual fantasma de un presidente capitidisminuido, simple primus inter pares, cautivo de pactos, cuotas y equilibrios tripartitos.
Ahora bien, en esta clase de negocios lo peor que puede hacerse es amagar y no dar, porque entonces sobreviene el efecto bumerán. O sea, que si abriendo la crisis Maragall pretendía refundar su Ejecutivo sobre bases de confianza más personales y fortalecer su papel presidencial tanto interna como externamente, el momentáneo desenlace de la operación puede leerse como una derrota del presidente y una humillación para la alta magistratura que desempeña: "Maragall pierde el pulso con Montilla", resumía un diario. Si fuese sólo un pulso intrapartidario, allá ellos; pero, con todos los respetos, no es a José Montilla a quien el Parlamento catalán eligió y los ciudadanos reconocimos como 127º presidente de la Generalitat, sino a Pasqual Maragall. Éste, tras haber intentado subrayar que se hallaba por encima de los partidos coligados, aparece hoy más sometido a los dictados del Partit dels Socialistes, Esquerra Republicana e Iniciativa-Esquerra Unida que en ningún otro momento desde la firma del Pacto del Tinell.
¿Consecuencias inmediatas de todo ello? No nos hallamos, a mi juicio, ante esa gran crisis institucional que -cumpliendo con su papel- denuncian Convergència y el Partido Popular. Tampoco somos el hazmerreír planetario que glosan tantos comentaristas; o en todo caso lo seremos por poco tiempo, porque las fuentes de hilaridad política abundan en nuestro entorno. Cosas peores hemos visto, e incluso vivido.
No, simplemente, los acontecimientos de los días 14 al 18 de octubre han disipado, por lo menos enrarecido, el espíritu unitario que cuajó con la aprobación del Estatuto, el pasado 30 de septiembre. Cuando, en vísperas de la crucial y dificilísima batalla de Madrid, el bloque estatutario y, dentro de él, la coalición tripartita debían mostrar la máxima cohesión, resulta que exhiben profundas grietas y agudos egoísmos de partido. Cuando el presidente de la Generalitat debía revestirse como nunca de la máxima autoridad política y civil para pilotar la nave a través de las tormentas de los próximos meses, resulta que aparece debilitado y errático, ejerciendo de inagotable proveedor de pólvora dialéctica a todos los enemigos de la mejora del autogobierno.
Puertas adentro de Cataluña, esta crisis abortada tampoco tiene nada de inocua. Por un lado, acentúa la imagen del Gobierno tripartito como un caso de lottizzazione, donde la conservación de las parcelas de poder propias de cada partido pasa por delante de cualquier otra consideración o conveniencia superior. Además, recorta hasta el mínimo las posibilidades de agotar la legislatura, de llegar al otoño de 2007 con la fórmula ahora vigente. Y, por supuesto, llena de plomo las alas del actual Consell Executiu, invalidándolo para una gestión eficaz. No reconocerlo así, y rechazar los cambios a corto plazo, sería practicar la política del avestruz o reducir la coalición que hoy gobierna Cataluña a un descarnado sindicato de intereses.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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