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Columna
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La mirada de Pinilla

Los recuerdos son como las gotas de lluvia. Pueden caer lentamente, sin ganas, o reciamente, con fuerza, incluso con odio. Pueden demorarse, como el invitado importante a la fiesta, o pueden anticiparse, como el colegial tímido que asiste por primera vez a una cita y ya desde la víspera lo acucia un temor indefinido y confuso que le impide conciliar el sueño. Pueden perderse en la inmensidad del océano o desplegarse sobre la sequedad de un desierto siempre sediento. Pero el sitio donde caigan acaba floreciendo. Por eso no hay lugar digno de ser habitado que no esté regado por el agua de los recuerdos. Los recuerdos, cuando son abundantes, fluyen impetuosos como ríos bravos, distantes y distintos, porque no hay dos recuerdos iguales. Ni siquiera el agua de los recuerdos baja siempre clara y cristalina, frágil y plácida. Es, muchas veces, sucia y oscura: irrealidad que el tiempo enturbia.

Lo peor no es la imposibilidad del regreso al origen sino la dificultad de encontrar algo que sustituya lo perdido

Todos los recuerdos son literarios, invención, recreación y narración de un tiempo que no fue, en un lugar que no existió. Todos los recuerdos son imágenes que empalidecen a la luz de lo real, que, como un río, fluctúa en su propia condición líquida y acuosa. Recordar lo sucedido en el pasado es imaginarlo, porque nada sucedió como lo recordamos ni nada se recuerda como sucedió. Nadie se sumerge dos veces en el río de la realidad, bien para zambullirse y nadar, bien para cruzarlo y llegar a la otra orilla. Lo que fue ya no es ni será. Ni siquiera fue cuando fue. Las orillas son nuevas, como somos nuevos cuando recordamos y vivimos lo recordado. Somos seres confusos y difusos en una orilla neblinosa.

La obra de Ramiro Pinilla, recientemente galardonado con el Premio Euskadi, es un gran monumento dedicado la memoria, no histórica en sentido literal, sino literaria en el sentido histórico. La historia puede ser provisional, como la espera de luz nueva, lluvia nueva, savia nueva, pero la literatura no lo es. Se levanta sobre el barro de la historia y construye un edificio por donde resbalan y caen las gotas de lluvia, la vida vivida y la otra, la que pasó entre sueños y pesadillas, en duermevela.

El escritor teje y desgrana lugares para resguardar y salvar la memoria, o los restos de ella desparramados por el tiempo y a merced de las inclemencias. Faulkner escribe Yoknapatawpha y toda la historia de los habitantes del sur de los Estados Unidos, del profundo y deprimido sur, cruza, en carro o a caballo, por delante de sus ojos absortos, asombrados y sorprendidos. Onetti escribe Santa María y él mismo se pierde tragado por jirones de niebla, ese mar hueco y vacío. Ramiro Pinilla recuerda su municipio natal, el entorno de Getxo, Neguri, Las Arenas, la playa de Arrigunaga, y construye el lugar donde habita la memoria: Verdes valles, colinas rojas.

La memoria es, además de distante, irónica. El título de la esta obra trae a la mente otra, más conocida en su versión cinematográfica que en la escrita: ¡Qué verde era mi valle! El cineasta John Ford ofrece en esta hermosa película, estrenada en 1941, la desaparición irremediable e irreversible de una forma de vida, la quiebra paulatina de muchas tradiciones, la muerte lenta de un pueblo, la dispersión de una familia, la perdida de lo que un día significó algo, la herida en la tierra y en la conciencia de los seres que fueron testigos de lo pasado y que luego lo recuerdan, lo inventan, lo transfiguran. La mirada de un niño, dubitativa entre la nostalgia y la inquietud, entre la inocencia y el temor, lucha por situar y fijar los acontecimientos como en un gran cuadro en esa capilla sixtina que es la memoria. Lo que un día fueron verdes prados que se extendían de valle a valle, se convierten con el paso de los años, debido a la extracción del carbón, en montones de ruinas y escombros que proclaman frente a la ventana del hogar su condición de muros sólidos frente al pasado y, también, frente al futuro. Frente al pasado que adquiere, casi siempre, su condición de fantasma edénico, en la idea posterior, en su idealización. Ruinas de Itálica, ¡ay dolor!, campos de soledad, mustio collado. Algo tiene que morir para que algo nazca. Y lo que surge en la obra de John Ford es la conciencia de quien ha sido despojado de todo, hasta del paisaje. La pérdida de identidad es, en primer lugar, la pérdida del paisaje cercano y propio, del campo que uno vislumbraba desde el rincón de su habitación, del río que susurraba todas las palabras que uno quería oír. No es la pérdida, sino la sensación del vacío que deja la pérdida, lo que empuja al escritor a adentrarse en el laberinto de la memoria trémula y a narrar, buscando llenar dicho vacío.

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El País de Gales (donde se desarrolla la película de John Ford) no es el País de los Vascos que quiere enseñarnos Ramiro Pinilla. Pero hay en ambos artistas una mirada semejante, próxima y cómplice. Ambos narran mundos que se desfiguran, se deshilachan, se deshilvanan y se rompen por sus costuras. Ambos nos traen seres que deambulan sumidos en la pérdida original, caídos en silencio en un tiempo que no es el suyo, seres melancólicos y apagados. Y lo peor no es la imposibilidad de la vuelta atrás, del regreso al origen, sino la dificultad de encontrar algo que sustituya lo perdido, restañe las heridas y cure el dolor sentido. En la novela de Pinilla es la irrupción de lo foráneo, lo otro, (los maquetos) lo que desmorona el orden existente. En la película de Ford lo foráneo y lo local son dos rostros que animan el mismo espíritu, dos máscaras insertadas en el mismo cuerpo. Somos también el otro.

Escribir es mirar y señalar las cosas que suceden o han sucedido, tal y como se ven desde esa falsa atalaya que es la memoria. La mirada de John Ford es una sirena varada en el lecho de un río que se secó y espera la venida de las aguas. La de Pinilla, mirada no única, mirada múltiple y compleja, es como la de una flota que espera en puerto la llegada del huracán, quizá del diluvio.

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