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Columna
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Colmillos

El Vesubio estalló, la lava incandescente se precipitó ladera abajo y, en un instante, Pompeya desapareció. A sus habitantes no les dio tiempo de nada, ni de bajar la cuchara que se habían llevado a los labios, ni de enderezar el gesto, ni siquiera de sentir miedo. La velocidad de esa destrucción ha resultado ser un tesoro para la cultura. La lava cuajó en un segundo, fijando así lo que casi nunca consiguen encontrar hecho los arqueólogos: el ademán exacto, la sensación, la prueba leve, pero concluyente. El Vesubio no sólo inmovilizó el tiempo, sino que lo preservó. No sólo dejó todo exactamente como era o como estaba, sino que defendió de la degradación los objetos y las realizaciones del arte y la cultura. Esa destrucción fulgurante de Pompeya es una suerte, pues, vista desde ángulo egoísta del dato histórico. Una suerte también, aunque sea un decir, para sus habitantes, que murieron sin padecimiento. Es una suerte morir sin sufrir o sin miedo, una suerte tan grande que la hemos convertido en un derecho. Nuestros centros sanitarios están dotados de unidades del dolor; nuestros ordenamientos jurídicos se están abriendo a los testamentos vitales. Defendemos, con razón, el derecho de los seres humanos a una muerte indolora, elegida, digna.

¿Cómo habrán muerto los habitantes de Panabaj, ese pueblo guatemalteco que, como Pompeya, estaba a los pies de un volcán? ¿Podemos imaginar que han muerto sin dolor o sin miedo todas esas personas sepultadas allí bajo toneladas de lodo, o que su muerte ha sido instantánea? No creo. Me parece más probable la hipótesis de un desenlace lento, es decir, comprendido. Creo que las víctimas del Stan en Centroamérica y las del terremoto de Pakistán han muerto indignamente, sufriendo. Como han vivido, indignamente, sufriendo, padeciendo a diario y a goteo lo que ahora se las ha llevado por delante de golpe. Y el adverbio indignamente no lo pongo por ellos, sino por el mundo civilizado y culto, amante del esplendor antiguo de Pompeya, que consiente las modernas aldeas miseria, en el vecindario de basureros; las actuales chabolas de cartones y chapa, levantadas en las pendientes escurridizas de los volcanes, en las riberas inundables o junto a diques cochambrosamente enfrentados a corrientes oceánicas.

Pero la referencia a Pompeya tiene hoy otro sentido. Pretende ser un homenaje a la cultura sepultada de esos lugares del mundo que casi nunca evocamos en positivo, por su contribución o su grandeza, que sólo son noticia cuando el clima o las plagas espectacularizan su miseria, cuando esa miseria, perfectamente aceptada a una escala, tiene el mal gusto de desbordarse y salpicar. Que estas líneas sean pues una forma de reconocimiento y de agradecimiento por todo lo que yo personalmente debo, y creo que la humanidad entera debe, a países como Guatemala, donde floreció la cultura maya, una de las fundamentales que en el mundo ha sido, de cuya altura técnica y artística nos quedan impresionantes testimonios -pirámides, templos, frescos, joyas, códices o estelas- de tantas maneras homologables a los que pueblan nuestros museos o iglesias, nuestros discursos y dedicaciones culturales.

En Guatemala conviven hoy más de veinte lenguas, derivadas del maya, cuyas manifestaciones clásicas merecen considerarse piezas clave del patrimonio literario de la humanidad: los libros de Chilam Balam, o el extraordinario Popol Vuh, biblia que resume la cosmogonía, historia y conocimientos de los quichés, o el Rabinal Achi, ballet-drama de más de tres mil versos, el único de la América precolombina que hoy todavía se representa, y con el que voy a acabar estas líneas: "Vos Águilas, vos Jaguares decís: se ha marchado. No, no me he marchado, he enviado sólo mi adiós a las montañas, a los valles donde viví, donde caminé en busca de mi alimento y de mi subsistencia... Águilas, Jaguares venid; haced vuestro trabajo, cumplid vuestro cometido, dejar actuar vuestros colmillos y vuestras garras para que, en un instante, me conviertan en plumaje".

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