Estatut, ciudadanos y renta básica
Un año más se han celebrado los fastos. Sacamos a los santos en procesión, banderas de dos o tres colores, las bandas de música, se dispararon las bárbaras tracas para la ocasión, en definitiva, los tótems de la tribu en parada mediática. También se hicieron las preceptivas abluciones rituales sobre lo de la identidad. Pero este año hay novedades, tenemos Estatut nuevo. Tranquilos, no es otra pieza maestra más sobre lo mismo, es sólo un detalle que con tanto fasto e inauguración casi se nos pasa.
El artículo 15 de la propuesta dice que todos los valencianos tendrán derecho a una renta mínima garantizada, que es el derecho instrumental para asegurar el bien jurídico esencial a los humanos: que la gente pueda llevar una vida digna sin sometimiento. Es decir que tengan asegurados los mínimos necesarios para no "caerse" de esta sociedad tan lanzada a tumba a abierta. Por primera vez una ley acompaña al reconocimiento del derecho a una vida digna el mecanismo para que ese derecho sea efectivo: una renta básica como derecho. Y ahí es donde reside la clave. Nos enuncian un derecho pero no nos dicen cómo se hace para ejercerlo. El modo más sencillo de hacerlo sería garantizar una renta básica de ciudadanía a todos los ciudadanos. Hasta ahora cualquier subsidio, ayuda, o transferencia estatal de renta a un ciudadano se realizaba a condición de cumplir alguna discrecionalidad: ser minusválido, mujer maltratada, disminuido, jubilado, desempleado, etc. Ya que esta sociedad occidental está hipotecando su futuro exprimiendo el planeta que nos da sustento -que a nadie pero a todos pertenece- por lo menos debemos garantizar que una pequeña parte (4% ó 5%) de ese botín infame se reparta de forma que todos coman, se vistan y duerman bajo techo. En España hay dos millones de personas, dos, en condiciones de pobreza extrema (según Cáritas, otra cosa es la propaganda oficial). Esta cifra crece como la mala hierba en la misma maceta de nuestro bien nutrido PIB, florido y hermoso.
Una renta básica de ciudadanía es un ingreso modesto pero suficiente para cubrir las necesidades básicas de la vida. Lo reciben incondicionalmente todos los ciudadanos de una comunidad política por el mero hecho de serlo, y se financia con los impuestos. ¿Por qué íbamos a hacer semejante cosa?, se preguntarán muchos. Pues porque es la forma más barata y eficiente de hacerlo. Que la ley y el resto de normas sociales son iguales para todas las personas, pero no todas las personas son efectivamente iguales ante la ley, lo saben hasta las farolas. La capacidad para ejercer la libertad, para exigir sus derechos, para defenderse por sí mismas de distintas formas de coacción está seriamente condicionada por la precariedad económica. ¿Por qué no extraña que estén garantizados los derechos políticos y no los económicos? Sabemos a quién podemos reclamar si no nos dejan votar, pero ¿por qué no sabemos a quién podemos reclamar si no nos dejan comer? Los próximos días 19, 20 y 21 de octubre la Universitat de València acoge un simposio internacional organizado por las facultades de Economía y de Filosofía (Área de Ética) para debatir la cuestión de la renta básica como fundamento de la libertad efectiva, es decir de la ciudadanía.
La Constitución española nació vieja. Fue el resultado de la aplicación de la mejor tecnología jurídica disponible -la última constitución del bienestar promulgada en Europa-. Nos dejó un marco legal adecuado para una realidad que ya empezaba a marcharse. El Estado del bienestar europeo que se dibujó en nuestras jóvenes instituciones ya estaba herido de muerte por las crisis petrolíferas de los setenta y las furibundas sacudidas del neoconservadurismo thatcherista. La crisis económica nos hizo ver las contradicciones insuperables entre crecimiento y bienestar. El modelo funcionó muy bien en entornos industriales poco abiertos al exterior, pero al desbocarse los mercados gracias a las políticas desreguladoras algunas instituciones del Estado del bienestar (subsidios elevados, pensiones, envejecimiento de la población) se tornaron frenos y limitadores de ese crecimiento que aseguraba el reparto. Los eruditos en la superestructura jurídica no supieron ver que la infraestructura económica del sistema estaba empezando a mutar y que el panorama sobre el puente no se parecía mucho a lo anterior. Después llegó la globalización y ya nunca volvimos a ser los mismos.
No obstante todo lo anterior, fanáticos reaccionarios predican que la constitución ni tocarla, que España se rompe. Pseudohistoriadores y agitadores mediáticos varios hacen caja a diario promoviendo el odio y la intolerante ceguera. Idénticos a las grotescas soflamas dieciochescas del Padre Zeballos, el filósofo rancio, que advertía ya de la corrupción de España y su aniquilación por efecto de la entrada en el país de la ideas de la Ilustración. En su delirio españolista permanente, casi mineral, él y sus secuaces veían enemigos por todos lados y reaccionaban airadamente ante los libros y la ilustración, defendiendo ciegamente a la Corona y a la Iglesia como ejes de la vieja tradición española. Posteriormente los historiadores deshicieron la mascarada al demostrar que esa pretendida vieja tradición española, ni era tradición ni era española: se limitaban a traducir y copiar línea por línea a los abates y clérigos franceses que se oponían a la Ilustración. En fin... así se construyen esas bombas de relojería en que se han tornado las naciones, los nacionalismos, y los que de ese cuento viven.
Un amigo arqueólogo me cuenta que a veces con las piedras pasan cosas raras. Casos se dan en que por fuera parecen una piedra normal y corriente, pero si las partes con cuidado ves que dentro ya no hay nada de lo que debió de haber originalmente, han lixiviado su contenido pero mantienen las estructuras internas anteriores (¿). Le llaman pseudo-morfismo. Pues bien, sostengo la tesis de que la sociedad occidental está aquejada de pseudomorfismo. Mantenemos estructuras políticas ya muy caducas (parlamentos, partidos políticos, alcaldesas, naciones-estado, y otros artilugios caros y llamativos) que juegan la ficción de representar nuestro poder. Mientras la ciudadanía aparece perpleja y entretenida con las pantallas, el poder real ya lixivió hace tiempo. Salió a los mercados, tomó las riendas, manda en plaza y mantiene a raya a los políticos. Ahora parece que ya no hay quien lo meta en cintura. Ya se hizo mayor y, claro, no hace ni caso. Por cierto, ¿qué pensarán los arqueólogos del Estatut?
Luis Bellvís es profesor de la Universitat de València.
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