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Columna
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El río

Esta mañana, al alzar las persianas de mi dormitorio, he sorprendido unas gotas cobardes de lluvia escurriéndose por los cristales de la ventana. Ignoro si este armisticio que nos concede la sequía se prolongará más allá de tres o cuatro días, y recuerdo haber leído no hace mucho en el periódico que, si el cielo persiste en su tacañería, pronto los sevillanos tendremos que calmar nuestra sed con el agua del Guadalquivir correspondientemente domesticada y pasada por los filtros. Eso me ha hecho recaer en una constatación evidente, que salta a la vista de cualquiera que pasee por uno de nuestros puentes: que Sevilla depende del río para su existencia, que el alimento de las fachadas y las torres es ese cauce verduzco que se lleva hacia la playa nuestros secretos perdidos y también nuestros anhelos. Desde pequeños aprendemos a pasearnos por sus orillas, al mirar el rostro cuarteado de Triana desde un banco que precisa de una perentoria mano de pintura; nos entretenemos en ver circular a las gabarras bajo el sol de primavera, y seguimos la corriente hasta los vestigios de aquella Expo 92 donde, en otro tiempo, Sevilla estuvo a punto de dar un salto y agarrarse a las faldas del futuro, que siempre tiene demasiada prisa y viaja lejos. Estamos hechos de este río que nos sostiene, que nos hace crecer, que circula debajo de los cimientos de nuestras casas y agobia nuestros veranos con escuadras de mosquitos. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, afirmaba el poeta que aparecía en forma de retrato desteñido en mi libro de texto de bachillerato; Monterroso precisaba: nuestros libros son los ríos que van a dar a la mar, que es el olvido. El olvido, eso es lo que traen y llevan estas ondas que miramos caracolear desde el pretil de las pasarelas. Tal vez el río contiene todo lo que la ciudad dejó alguna vez atrás.

Porque ahora me pregunto: por muy aseada e higiénica que nos la presenten las distribuidoras, qué contendrá esta agua que viaja desde el fondo del lecho y la ribera del valle hasta mi grifo, qué recuerdo no transportará de objetos arrojados al azar, de cartas de amor que han perdido sentido, de herramientas que se precipitaron por descuido, de cadáveres con un peso en los tobillos que supusieron que allá abajo, donde singlan los albures, el mundo pierde su poder de atormentarnos y su ruido. Quizá, en cada vaso que lleno, se concentre la herrumbre de viejas máquinas de escribir y la tinta desprendida de unas páginas que ya no pueden leerse. Pienso en ríos, en todos los ríos de la Tierra, y hallo que siempre aparecen en la literatura asociados al pasado, a la estela de lo que se marchó y nunca ha de retornar. Me viene a las mientes ese hermosa poema de Apollinaire en que el Sena corre bajo el puente Mirabeau, arrastrando las imágenes de un amor que se encalla en los pilares; o aquel otro de Anna Ajmátova donde unos ojos de mujer no soportan mirar el Neva por no regresar a otros ojos que les hacen evocar ángeles de alas negras. Nunca descenderás dos veces al mismo río, anota Heráclito, el filósofo de las lágrimas. Y me doy cuenta de que, al bebernos nuestro río, los sevillanos nos bebemos las pasiones imposibles, el pasado, las renuncias, la ropa usada, los cadáveres que quedaron sin enterrar.

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