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Piel de elefante

Josep Ramoneda

Sé que está de moda tirar contra el buenismo, que algunos consideran una herencia del progresismo de raíz cristiano-marxista. Yo mismo he criticado la obscenidad de los que practican el baile moral, de los que, desde lugares de poder e influencia, se dedican a exhibir sus buenos sentimientos, sin acompañar sus palabras de acción efectiva alguna. Es un discurso al que son muy dados figuras institucionales de significación universal, como los sumos pontífices y los secretarios generales de las Naciones Unidas o de la Unesco. Gentes que hacen constantes apelaciones a la justicia y a la paz, pero que miran a otra parte cuando se pone en marcha un genocidio de una etnia católica contra otra etnia católica, como ocurrió en Ruanda, y se asesina en las iglesias a víctimas previamente señaladas por los curas. Juan Pablo II murió sin siquiera haber pedido perdón por este tremendo episodio. Kofi Annan nunca ha reconocido su responsabilidad por omisión. Mis reticencias ante la Alianza de Civilizaciones promovida por el presidente Zapatero vienen precisamente por una tendencia a desconfiar de las grandes palabras ante cuestiones de vida o muerte. Pero, a pesar de esto, la crítica del buenismo, a fuerza de ser repetida, se está convirtiendo en una coartada moral para las actitudes cínicas de los que creen que un pobre es menos pobre si se aparta de su vista, y en una coartada política para la impotencia. Ante la incapacidad de afrontar determinados problemas, se prefiere descalificar a los que ponen el dedo en la llaga como buenistas, es decir, como personas incapaces de entender que este mundo es muy cruel y aceptarlo resignadamente, que es lo que, según ellos, denota la edad adulta de un ciudadano. Naturalmente, el complemento de la crítica al buenismo es la indiferencia. El cínico se siente reconfortado cuando ve que los ciudadanos no se inmutan, o incluso aplauden, si un gobierno decide hacerse el macho ampliando la valla que separa inútilmente la miseria del bienestar o si un aspirante a gobernante se llena la boca diciendo que hay que expulsar a todo el que se mueva.

La realidad, sin embargo, no sabe de ambigüedades y, a veces, llama a la puerta de nuestras indiferentes sociedades con tal insistencia que resulta difícil no darse por enterado. Es lo que está ocurriendo estos días en Ceuta y Melilla, por ejemplo. El espectro de centenares de personas muriendo de inanición en el desierto por culpa del desprecio por el material humano de que los poderosos (el reino de Marruecos en este caso) vienen haciendo exhibición en los últimos años y por la incapacidad del primer mundo de gobernar razonablemente los flujos de la globalización, ha hecho saltar algunas alarmas y ha desplegado alguna compasión. Un catalán que recientemente visitó al presidente Zapatero me contó que, para su sorpresa, éste apenas le había hablado del Estatuto y, en cambio, la mayor parte de la conversación había girado en torno al conflicto que ha puesto a España en las portadas de todo el mundo: la valla de Ceuta y Melilla. Lo cual es una buena noticia porque indica que el presidente todavía no ha perdido el sentido de la jerarquía de los problemas.

Se criticó con toda la dureza que merecía el muro de Berlín, se pasó algo de puntillas sobre el muro de Jerusalén y casi todo el mundo da por buena la valla de Ceuta y Melilla. En Berlín se impedía salir, aquí se impide entrar. Las diferencias entre uno y otro caso son evidentes. Pero me da la sensación de que en nombre de un presunto realismo se nos está poniendo a todos la piel de elefante. Una valla de separación es siempre la manifestación de un fracaso. Y sin embargo, llevamos años haciendo de la separación virtud. La comunidad internacional ha dado por buena la consagración de la limpieza étnica como solución en los Balcanes: sustituyendo una sociedad plural por una yuxtaposición de nichos étnicos con forma de Estado y con licencia para odiar al vecino. Ya nadie se acuerda del viejo sueño de la convivencia entre árabes y judíos en tierras palestinas, hoy la división en dos estados étnicos es aceptada por todos como única solución posible. O sea que llevamos años rebajando los objetivos de forma alarmante.

Y todo esto ocurre en pleno proceso de globalización. Es decir, cuando el mundo se está haciendo más pequeño y lo que ocurre en cualquier territorio lejano puede tener consecuencias muy serias para nosotros. "La mundialización", escribe Daniel Cohen, "ha hecho ver a los pueblos un mundo que cambia por completo sus expectativas, el drama es que se revela totalmente incapaz de satisfacerlas". La falta de perspectivas para los ciudadanos de África alcanza nuestras fronteras y altera nuestra rutina cotidiana. La gran novedad de esta tercera oleada globalizadora moderna no son las migraciomes (en la del siglo XIX se movió proporcionalmente más gente: el 10% de la población, frente al 3% ahora), sino la retransmisión en directo: la avalancha de imágenes del primer mundo sobre el tercero. Ante esta realidad, cargar contra el buenismo puede servir para expulsar extranjeros con la mejor conciencia posible y para convertir los miedos de la ciudadanía en la última razón soberana: la que tiene la última palabra. Pero hacer de esto una política no es más que la confesión de la impotencia. La confirmación de que el poder está en otra parte. Y de que la separación entre lo económico y lo social que caracteriza, como ha explicado el propio Cohen, la economía globalizada va acompañada de la debilitación de la política. En el reino de lo económico, China es el horizonte insuperable de nuestro tiempo, admirado por su competitividad sin límites. Y sin embargo, el éxito de China está construido sobre un sistema de explotación de los ciudadanos muy próxima al esclavismo, con empresas que son verdaderas cárceles, y con el recurso permanente a la represión en un país líder en la pena de muerte. Pero esto es lo que se valora ahora que nos hemos desprendido del buenismo.

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