El gusanillo
QUÉ ANTIGUOS éramos los niños de antes. Me acuerdo mucho de esas cosas viendo cómo son esos pequeños americanos que te encuentras en el ascensor a los que no puedes tocar porque te gruñen. A los niños de antes nos tocaba todo el mundo. A los niños de antes sólo se nos aleccionaba contra los hombres que daban caramelos a la puerta del colegio. A la puerta de mi escuela nunca vino, por desgracia, ninguno de esos hombres. Quien sí venía, en cambio, era un hombre que surgía de pronto de una esquina y se abría el abrigo y nos enseñaba el pito. Como no nos habían aleccionado contra los hombres que enseñan pitos, nos quedábamos paradas mirando aquel gusano. Cuando digo "gusano" no me refiero al hombre en sí, pobrecillo, sino al pito. Al mes de ver aquel pito (es el primer pito que vi y ha sido a la postre mi modelo estético) se lo conté a mi madre y sin entender por qué se puso atacada e informó a otras madres y nos hicieron cambiar de itinerario. Las otras niñas, que tenían mucha menos sensibilidad que yo, porque en mi interior ya anidaba el gusanillo (otro gusano) de la literatura, olvidaron al hombre enseguida, pero yo lo recordaba saliendo de su esquina, abriéndose el abrigo y encontrándose solo, como ese actor que interpreta ante un patio de butacas vacío. Imaginemos por un momento que nadie comprara las películas de Nacho Vidal, que está con su pito que no mea. Como niña antigua que fui, mi educación sexual fue nula. Recuerdo que una vez la maestra nos habló de las abejas y el polen y tal y tal. Las niñas se reían mucho. Yo no le veía la gracia porque fui niña muy poco metafórica. Ya anidaba en mí el gusanillo del realismo puro y duro. Cuando yo me enteré de que los besos de amor eran con lengua, pensé seriamente en hacerme misionera. No daba crédito. Posteriormente, la vida te obliga a repetir esa actividad cada dos por tres, porque no puedes vivir en tu torre de marfil, pero al principio lo pasé fatal. Yo era una niña antigua. Cuando vivíamos en Palma me emocionaba tremendamente cuando la chacha cantaba "¡Almería, un inmenso coral en tu hermosa inmensa bahíaaaaa!". La mujer lloraba al cantarla porque se acordaba de Murcia. Como Murcia no tiene copla, ella cantaba "Almería", la provincia limítrofe. Yo no sabía dónde estaba Almería, pero sentía una nostalgia insoportable de Almería. Un día, mi madre, pensando que yo no estaba, le dijo en voz baja a la murciana que Cliff Richard se había enamorado de su batería. Y la murciana se santiguó. Yo pasé muchos años con la idea de que Inglaterra era ese país donde la gente se enamoraba de las cacerolas. También pensaba que si tenías hijos fuera de España te podían salir negros, lo cual me producía gran desazón. Y eso que a mí los negros me gustaban bastante. Sobre todo uno negro que salía bailando con Shirley Temple. Me encantaba Shirley Temple. Cuando fui a Los Ángeles, lo primero que hice fue sacarme una foto con la huella de las manos de Shirley Temple. Los niños españoles de los años sesenta éramos tan antiguos que parecíamos de los cincuenta. Yo quería bailar claqué y formar pareja artística con un mayordomo negro. Pero tenía que conformarme con cantar Almería con mi murciana. El otro día, por cierto, mi profe de la universidad preguntó quién conocía a Shirley Temple y sólo levanté la mano yo, porque soy mayor y occidental; quieras que no, ayuda. Otro día, mi profesor nos leyó una broma sobre Freud y todos los asiáticos se quedaron impertérritos. Freud a ellos les chupa un pie. Yo a eso le veo su ventaja porque los asiáticos son esos seres que no te dan el coñazo con cómo se sienten a cada momento. Si no existiera Freud, yo no padecería a esos amigos que no contentos con psicoanalizarse se empeñan en psicoanalizarte a ti. Lo bueno de la universidad americana es que no pierden el tiempo en explicar quién era Freud. Lo eliminan para que ningún estudiante se encuentre con una referencia tan occidentalista. El otro día fui a ver la película Capote, que aunque murió hace nada, ya no hay joven que lo recuerde. La vi en un cine de cinéfilos, pero el ambientazo de la sala me recordó vivamente a las sesiones para niños antiguos del cine Moratalaz: la gente se levantaba a mear a cada momento, hacían un ruido espantoso sorbiendo pepsi-cola, masticando palomitas, hamburguesas. Si yo fuera dictadora, cosa que me encantaría, eso es lo primero que prohibiría. Prohibido comer entre horas. El que coma entre horas, a la cárcel. Con esta película, muchos jóvenes oirán algo de Capote por primera vez, así que no podrán apreciar del todo el trabajo inmenso que hace Philip Seymour Hoffman, que es a día de hoy mi actor favorito a nivel planeta. Esta película maravillosa le ha devuelto la vida a Capote; tanto es así, que a raíz de su estreno han reeditado la biografía del escritor, ¿y qué dirán que han puesto en la portada? ¿Una de las fotos del escritor más fotografíado de la historia? ¡No way, Jose! Han puesto la foto del actor vestido de Capote. Por mucho que admire a Seymour, me parece insultante. Todo esto lo pensaba mientras odiaba a la joven del asiento de delante, que no paraba de moverse y de comer. Entonces salió la niña antigua que hay en mí y, como hiciera in illo témpore, me saqué el chicle de la boca y se lo lancé al pelo. Luego vi a la pobre tirando de la cola que se le había pegado al asiento. De acuerdo, no se puede decir que sea un acto revolucionario, pero con estos pequeños gestos de niños antiguos podemos evitar que nos coman el terreno estos que viene empujando, estos gilipollas.
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