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Reportaje:PASEOS

Entre dos ríos, entre dos épocas, dos ciudades

El autor recorre la histórica y posmoderna Palma del Río

Hace pocos días, Palma del Río entró en la posmodernidad, cuando un grupo de turistas japoneses ametrallaron a flashes los rincones de esta asombrosa villa, enclavada en el ángulo que crean el Guadalquivir y el Genil antes de unirse. Un concejal, al ver desde lejos el acribillamiento, entendió que Palma dejaba de ser historia para hacerla: Japón marca el sol naciente, ya saben.

No ha sido un trabajo fácil, a pesar de sus pasmosas dotes turísticas. Palma del Río es uno de los pueblos andaluces con mayor patrimonio histórico, aunque tardó en darse cuenta. Pero hoy por fin puede gozarse la impresionante muralla almohade, verse el auténtico aspecto de la Parroquia de la Asunción (siglo XVIII), o concebirse las dimensiones que debió tener la derruida Alcazaba (seguramente almorávide); pronto se tendrá acceso a uno de los enclaves monásticos más ricos de Córdoba, el convento de Santa Clara, de 1509 y con un bello claustro, amén de un jardín recoleto y minimal que revela en el más positivista de los visitantes una secreta vena mística.

Así, un paseo por Palma es una completa visita a la historia andaluza. Si desde la plaza del Ayuntamiento nos encaminamos hacia la citada Parroquia, pasando bajo la muralla por un musculoso arco ojival, comienzan a aliñarse tradiciones musulmanas y cristianas. Estamos en la calle Cardenal Portocarrero: un miembro palmeño de la curia que en el siglo XVII ponía y quitaba reyes. Dando unos pasos está a nuestra derecha el Palacio de los Portocarrero, antaño propiedad de la familia del Cardenal y hoy particular, aunque su interior puede verse en la última película de Ridley Scott, El reino de los cielos: en el patio es donde muere Jeremy Irons, apunten. He aquí otra nota posmoderna de Palma: épocas distintas, estéticas de piedra y de celuloide se acumulan en poco espacio, ya que no lejos de la casa natal del televisivo Pepe Navarro nos amenaza el espigado torreón de la Parroquia, auténtica Giralda palmeña y visible desde kilómetros a la redonda. Justo a su izquierda, la citada Santa Clara; a su derecha, los restos de la alcazaba; por todo el derredor, la severa y ahuecada muralla almohade, imponiendo el respeto de los siglos.

Pero en el título de esta crónica hacíamos referencia a dos Palmas. ¿Cuál es la otra, si la primera es la monumental e histórica? Pues la otra es la Palma del Río actual, la ciudad creciente, con 21.000 habitantes, tres polígonos industriales y otro ya aprobado; la urbe que lanza ya un nuevo puente sobre el Guadalquivir y que es capaz de procesar la gran producción de naranjas que cosecha (las mismas que antaño se enviaban a Levante con la pegatina Naranjas de Valencia). Hoy la riqueza de Palma se procesa aquí, y eso se nota en el pueblo, lo vemos quienes venimos desde hace lustros. Una de las barbas más conocidas de la política andaluza, la del alcalde Salvador Blanco, tiene mucho que ver en éstas y otras mejoras, y con la abundante presencia de jóvenes, a diferencia de otras localidades cordobesas, con vocación de diáspora. En mi paseo veo calles que recorría en mi bici infantil, y parece increíble que pudiera jugar al fútbol con José Ángel, Oke o David Carlos en la minúscula calle Barbera, donde apenas cabe una moto cruzada. La edad empequeñece el mundo, alguien lo dijo. Paseo por la calle donde di mi primer beso. Camino la calle donde nació El Cordobés. Paro en la calle Notario Vicente Mora Benavente, dedicada a mi padre.

Palma es una ciudad de motes. Casi nadie sabe el nombre de otro, sino que las atribuciones se hacen por filiación, hereditariamente. Hablar de alguien es colocarlo en su parentela, y nadie se pierde. Un profesor me señaló que aquí el idioma castellano llega a un increíble (y avanzado) uso telegráfico: "¿Dónde está padre? An cá Parrito". La respuesta tiene cinco sílabas, frente a las once del correcto: "Está en la casa de los Parrito, hija". No lo duden: es el calor. Pronunciar seis sílabas de más en Palma del Río y en verano es un alarde, que se paga caro. El cuerpo se ralentiza y busca la sombra, la vista lo oscuro y la garganta el silencio. Palma es, por eso, tierra de buenos cantaores y guitarristas. Fede, El Primo, y su Peña Flamenca son bien conocidos en Córdoba. En sus fiestas anuales lo que impresiona, por encima de la voz jonda del solista, es el silencio absoluto del resto. El público parece una foto, detenida en el tiempo. Quizá lo sea. Sólo el flamenco calla al gentío en tiempos de ruido.

Aunque paseo a fines de septiembre, el calor aprieta. Entro en la Hospedería, otro convento, que ahora es un magnífico hotel con encanto. Una bóveda pintada a mano en 1731, ahí es nada, me recibe en una de las puertas. Los turistas alemanes, asombrados por el equilibrio y el sosiego, dan vueltas en silencio al claustro, antes de tomar algo en el patio, bajo la espadaña de San Francisco. Tras refrescarme, voy al Paseo de Alfonso XIII y me acerco a ver el Genil, cuyo entorno ha sido rescatado por una concejal de parques muy maja, que atiende por Ana María y tiene unos hijos estupendos y una perra asustona, llamada Nova.

Salgo hacia Córdoba por el puente de hierro, diseñado en el estudio francés de Eiffel, y me detengo en el mirador de la ermita de la Virgen de Belén. Desde allí veo, lejos a mi izquierda, las enormes naves de una envasadora, en el polígono industrial, reventando de amarillo al atardecer. A mi derecha, la torre de la Parroquia y la muralla. Recortadas contra el horizonte de naranjos, iluminadas por el sol yacente, embutidas entre dos ríos, las dos Palmas. La de ayer y la de hoy. No se angustien. No necesitan decidirse.

Hospedería San Francisco. Pío XII, 35. Un hotel con encanto y uno de los restaurantes más conocidos y exquisitos de la provincia. Hotel Castillo. Portada, 47. El seguro de vida para turistas, así como para asistentes despistados al conocido Festival de Teatro de Palma del Río, celebrado cada julio. La Peña Flamenca. Río Seco, 25. Quien no ha comido churrasco aquí, no lo ha probado nunca. Aunque todo está bueno, sobre todo los guisos. Se puede tomar una cerveza en La Cervecería, antes de comer, y un café en la Confitería Goya, después. Los fines de semana, lo mejor es irse al parque periurbano de Los Cabezos, y hacerse el arroz entre las encinas centenarias. Vicente Mora es escritor. Autor del libro de poemas Texto refundido de la ley del sueño.

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